21 de diciembre de 2025 - 07:00

Ernesto Suárez: "El teatro es una cosa común, no intelectual: apunta al cuerpo"

Cerca de cumplir los 86 años, Ernesto “el Flaco” Suárez reconstruye sus inicios, el exilio y su concepción del teatro como arte comunitario. Un testimonio donde la experiencia, la risa y la memoria valen más que la solemnidad.

Antes de que la palabra “teatro” se le volviera destino, Ernesto Suárez ya sabía de escena: el barrio, la calle, el cuerpo trabajando. A poco de cumplir los 86 años (9 de enero), nacido en Guaymallén en 1940, criado en una familia humilde, vendedor ambulante desde chico, su formación no empezó en manuales ni en academias, sino en la experiencia directa, en ese aprendizaje rudo y sensible que después marcaría toda su concepción artística. Aunque inició estudios de abogacía, pronto eligió otro camino: el del teatro como oficio, como práctica comunitaria y como forma de estar en el mundo.

Actor, director y docente, Suárez se formó con referentes fundamentales del teatro mendocino y latinoamericano y desarrolló, desde fines de los años sesenta, una tarea pedagógica ininterrumpida que atravesó instituciones, barrios, cárceles y universidades. El exilio durante la dictadura cívico-militar lo llevó a Perú, Ecuador, Colombia y España, donde no sólo dio clases y actuó, sino que fundó espacios decisivos como el Teatro-Escuela El Juglar, en Guayaquil, verdadero laboratorio de creación colectiva y teatro popular.

De regreso en Mendoza, creó el Teatro El Taller y dejó una huella profunda en generaciones de artistas. Reconocido, premiado y querido, Suárez nunca abandonó una idea central: el teatro no nace de la solemnidad, sino del cuerpo, de la risa, de la memoria del origen. Esa convicción atraviesa cada recuerdo y cada palabra de la charla que mantuvo con Los Andes durante esta semana.

—¿Es cierto que tus comienzos en el teatro fueron gracias a Mercedes Sosa?

—Y un poco puede ser que lo mío empezara con Mercedes, porque un día estábamos en una peña del comedor universitario, en la calle Rivadavia, todos de joda, y como yo siempre era el chistoso, Mercedes me dice: "Subite y contá un chiste." Pasé y recité un versito que era de mi abuelo. Decía: "Llegamos al pueblo un día / de tal manera lloviendo / que mi pobre abuelo viendo / el agua que nos caía / pensó que se moriría / antes de llegar al poblado. /Y decía el desdichado / quejándose del destino / ‘Con lo que me gusta el vino / tener que morirme ahogado’". Eso fue un éxito… A Mercedes la conocí cuando ella vivía en Mendoza. Fuimos muy amigos. En una cena en San Juan lloró mucho conmigo porque estaba mal con el marido, el negro Matus. Se juntaba con la barra nuestra, que incluía al Chalo y al Quito Tulián, que eran como mis hermanos. Íbamos siempre los fines de semana a esa peña, que era muy linda, unos 500 estudiantes.

—Pero poco después ya estabas haciendo teatro…

—Bueno, ahí me vio un director, Leonidas Monte, y él me preguntó si no quería un papelito en una obra. Yo era muy pibe, tenía 20 ó 21 años. Un día descubrí el teatro “Nuestro teatro”, en la calle San Juan, al que años más tarde le pusieron una bomba los milicos. Pasé un día por ahí, llovía, y cerca estaba Carlos Owens. Era la nochecita. Y le digo, "Perdón, ¿acá enseñan teatro?" Me contesta: “Acá es un taller de teatro donde pasamos películas, teatro, cine, un centro cultural." Y después me dice; "¿Te gustaría hacer teatro?" Yo le contesté: "Me gustaría, pero no he hecho nunca”. Carlos me invitó a hacer un personaje en una obra que se llamaba “La versión de Browning”, de Terence Rattigan. Trabajaba con el Pepe Navarrete. Él en una escena me servía un whisky y, por los nervios, a mí me temblaba tanto la mano que el whisky se caía. Pepe me agarró la mano y me dijo: “¿Está nervioso, profesor?” Me tomé el whisky y se me pasaron los nervios. Creo que ahí empecé. Esa semana Carlos Owen me dijo: "¿En serio te gustaría entregarte al grupo de teatro? El otro día estuviste muy bien…” “Pero fue de pedo eso”, le contesté. Carlitos Owen estaba barriendo el teatro como hacía siempre. Y me dijo algo maravilloso para mí, porque me marcó para toda la vida. "Bueno -me dijo-. ¿Querés hacer teatro? Tomá la escoba…”. "¿Qué tiene que ver la escoba con el teatro?", le pregunté. Y él me respondió: “Y no ves que yo soy el director y estoy barriendo. Ayudame a barrer y mañana te venís el ensayo”. Eso como símbolo fue importantísimo para mí.

—¿Por qué importante?

—Todos los símbolos populares son los más fuertes para mí. Me agarro más de los signos populares que de los signos intelectuales. Quizás por eso me ha ido tan bien. No me gusta el teatro declamatorio, que te exijan pronunciar y modular a la perfección aunque estés haciendo el papel de un albañil. Una cosa que odio es el teatro estructurado. A los 6 años ya vendía verdura en un barrio, en la carretela con un viejo que se llamaba Don Andrés. Yo bajaba los canastos y las viejas me daban una propinita y el viejo me regalaba verdura. Todo eso lo llevaba a mi casa, vivíamos en un rancho con mi mamá y mis cuatro hermanos. Creo que así empezó el teatro, no empezó de una forma intelectual, ni que quise estudiar teatro de chico.

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—¿Y tu vieja qué expectativas tenía con vos?

—No, mi vieja era analfabeta. Analfabeta fanática, parecía que había estudiado analfabetismo. De ahí también surgió el humor que yo tuve de pibe, que mi mamá tenía. Creo que mi mamá fue mi mejor maestra siendo analfabeta. Muchas veces no había comida en la casa. Éramos, como te digo, cuatro hermanos y yo, cinco, en una pieza de barro, piso de barro, se llovía... En esa humildad de barrio aprendí que el teatro es una cosa común, no una cosa intelectual. Que no sólo está apuntada a los ojos del espectador o a los ojos del actor. Está apuntada a todo el cuerpo, a las manos, a los hombros, a las piernas. Porque el teatro es para mí un arte que se lleva, como son la mayoría de las artes buenas, a la vista, al oído, pero sobre todo a la percepción del espectador. Lo que el espectador percibe. A veces un silencio de alguien que está trabajando. Te quedas pensando y ese pensamiento le transmite al espectador lo que le pasa a ese personaje. Ahí surgió una pedagogía mía que, cuando salí “becado por el general Videla”, me sirvió de mucho, porque apenas llegué a Ecuador empecé a trabajar.

—Justamente te iba a preguntar cómo viviste lo del exilio…

—Armé un grupo de teatro que se llamó El Juglar, en Guayaquil.

—¿Ahí estuviste con Arístides Vargas?

—Con Arístides estuve en Quito. Pero después nos separamos. Él se quedó en Quito, porque se casó con una peruana. Y yo me fui a Guayaquil. Me gustaba más, era más atorrante Guayaquil, como era mi barrio cuando yo era chico. Primer día que llegué ya me enamoré de la ciudad. Y también metí la pata, porque hice dos obras demasiado intelectuales para el barrio, para Guayaquil. Cometí el mismo error de hablar con palabras más moduladas, hacer ese teatro más estructurado y no iba nadie.

—¿Y cómo lo arreglaste?

—Estábamos ensayando una de esas obras, no me acuerdo cuál, éramos 17, 18 compañeros y les dije: " Bueno, ya no ensayemos más. Se van al barrio, se van a Guayaquil." O sea, salen a las puertas de Guayaquil porque el teatrito quedaba en Guayaquil. Se van por acá y empiezan a buscar personajes locos de la calle, personajes raros. Y vamos a hacer la obra con eso. Y así fue. Había uno que era El Rey de la Galleta, que andaba por las calles diciendo versos. Me acuerdo de los versos y han pasado 40 años: “Aquí llegó El Rey de la Galleta / usted cierre la boca / que la tiene abierta. / Rica galleta de piña / para esta niña / que es tan bella como el sol de la campiña,/ solo que a veces parece enojada / y parece un ave de rapiña”. La gente se cagaba de risa y le compraba la galleta, el vago trabajaba de eso. Le dedicamos la función de estreno a él. Hicimos 1.000 funciones de esa obra, que se llamó Guayaquil Superstar.

—¿Fue con esa experiencia que te afirmaste en esa idea tuya del teatro comunitario, de creación colectiva?

— Haciendo esa obra me volví a reencontrar con mi barrio. Y me di cuenta de que toda la cosa intelectual que había hecho antes no era lo mío, pese a que había sacado premios como mejor actor o huevadas así. La obra fue un éxito. La función número 1.000 la hicimos en una calle ancha como la calle San Martín. Pedimos permiso en la municipalidad para cortar la calle. Invitamos a la gente que quisiera ir. Se llenó toda la cuadra. La gente aplaudía a rabiar.

—¿De Guayaquil fuiste a España un tiempo?

—Sí. Y aprendí mucho en España. Estuve dos meses trabajando con la compañía argentina de mimo de Lerchundi, Escobar y Hermida, eran tres actores mimos argentinos que venían de ganar un festival internacional en Berlín. Era muy buena gente y paramos en la casa de ellos un tiempito. Sorprendente lo que “hablaban” ellos con el cuerpo y me di cuenta ahí la importancia que tiene lo corporal. O sea, un gesto puede más que una palabra, un movimiento de hombros puede más que un texto

—En Guayaquil lo conociste a Leonardo Favio también, ¿no?

—Tuve la suerte de conocerlo y de sentarme a tomar un trago con él. Él andaba con una guitarra y le digo: "¿Vos sos Leonardo Favio, de Argentina." “Sí, sí de Mendoza”, me dice. Nos presentamos y le conté que yo también era de Mendoza. Y después le dije: "Si vas a cantar a algún lado, tené cuidado que hay mucho chorro”. Y me dice: "No, no, me conocen todos por acá. Si cada vez que vengo a Guayaquil voy a las escuelitas a tocar la guitarra, a cantar”. Y ahí, de escucharlo a Favio, que ya era famoso, me quedó a mí el hecho de ir a las escuelas marginales y a las cárceles.

—En Mendoza mucho tiempo has dado clases en las cárceles…

—Ahora no puedo porque la neumonía me ha dejado las piernas medio doloridas -ya estoy viejo, tengo 85 años-, pero iba todos los años a las cárceles a contar historias y a actuar gratis. Fui también a actuar para las mujeres. Me gusta muchísimo ese laburo. Una vez fui con un guitarrista y canté un par de tangos para los viejos

— ¿Y cómo fue volver del exilio? ¿Por qué decidiste quedarte?

—Mirá, cuando volví, en realidad no quería volver. Estaba tan bien en Guayaquil. Pero siempre digo que cuando llegué acá y me cantaron una cueca para recibirme me cagaron la vida, porque ya me quise quedar.

—¿Cómo ves el teatro en Mendoza actualmente? ¿Qué futuro le ves?

—Y es muy simple. Veo a muchos jóvenes peleando por el teatro, porque el joven tiene la utopía metida en la cabeza. Y de golpe choca con que no consigue sala, choca con que no consigue dónde trabajar. Si a mí, que soy conocido, me cuesta muchísimo conseguir esta sala (señala el teatro Independencia)… Y me parece en alguna medida que está bien, porque yo voy a lugares, a cualquier lugar y hago teatro. No sé, no tengo idea de qué va a pasar ni de qué soy.

—¿Cómo evaluás tu vida a esta altura?

—Bueno, he vivido. Confieso que he vivido, como dijo Neruda. Y creo que me enseñaron mucho el mundo, la vida y mi vieja. Que alguna vez, cuando me vio hacer algunas obras demasiado intelectuales, me dijo esa frase: "El que se olvida de dónde viene, nunca sabe para dónde va." Esa frase de mi vieja me pareció con más profundidad filosófica que la de un montón de filósofos. Así es que yo soy uno más. El otro día fui a la panadería donde compro el pan, las trato re bien a las chicas de la panadería, les cuento cuentos, las hago reír, son tres chicas que tienen la panadería ahí en la calle Belgrano. Y la chica me dice, "Ay, como siempre nos va a ser reír”. Y le digo: "Me encanta la risa”. ¿Qué sería de este mundo sin la risa? Por algo existió Charlie Chaplin y fue tan famoso. Todo el humor que hago tiene mucho contenido. ¿El humor de Chaplin tenía un contenido o no? Sí, porque Chaplin no se olvidó de dónde venía. La incoherencia va entrando despacito cuando vos tenés un buen laburo, cuando te ganás un premio, se te suben los humos a la cabeza, ¿viste? Y empezás a hacer cosas que no tienen nada que ver con tu origen. Por eso esa frase de mi madre: "El que se olvida de dónde viene, nunca sabe a dónde va” ha sido para mí un centro, un eje filosófico y cultural.

El discreto encanto de la Nada positiva

Hice una obra de Ionesco, dirigida por un director que se llamaba Rossi. Una obra bien rara, ni yo la entendí. Un día le pregunté al director: ¿Qué soy yo? Y me dice: "Vos sos la Nada". ¿Cómo “la Nada”? Ionesco era un escritor que trataba el tema de la incomunicación, ¡pero en Europa! Mi vieja fue a ver la obra y me dice: "No he entendido nada. ¿Vos qué eras?" Fue con otra vieja que vivía frente a mi casa, que lavaba ropa con ella, la Nicolasa. Mi vieja me dice: "La Nicolasa entendió menos que yo, se quería ir. Se aburrió y se quedó dormida. Yo me quedé despierta porque estabas vos”. Le dije lo que el director me había dicho: "Mamá, voy de blanco, soy la Nada positiva" Me hacía el intelectual. Mirá si con planteos así la gente va a ir al teatro. Aunque no viva en un barrio y no sea analfabeto como mi vieja.

Ping pong de gustos y elecciones

—¿Cuál es tu comida preferida?

Me gusta lo que sea, allá en la casita Bermejo, comiendo mis compadres, tocando la guitarra y cantando. Lo que más me gusta un asado.

—¿Y un lugar de Mendoza que te guste?

—Bermejo, donde me compré el terreno e hice la casa. Donde tengo un montón de amigos.

—¿Qué obra de teatro fue la más importante para vos?

— Lágrimas y risas. La más importante que hice y que ganó premios por todos lados, por la cual, además, me nombraron entre los 20 imprescindibles del teatro argentino.

—¿Tu película preferida?

—Yo siempre fui fanático de los westerns. Siempre quise ser el cowboy y cuando era niño andaba con un revólver de juguete acá, que me había tallado mi vieja en madera. Pero la película que más me gusta es Los puentes de Madison.

—¿Y un género musical que prefieras?

—El tango. Porque lo canto.

—¿Y cuál tango es el que te gusta más?

—Malevaje.

(Y el Flaco lo canta entero)

Decí, por Dios, ¿qué me has da'o?

Que estoy tan cambia'o, no sé más quién soy

El malevaje extraña'o me mira sin comprender

Me ve perdiendo el cartel del guapo que ayer brillaba en la acción

¿No ves que estoy emberta'o, vencido y maneado en tu corazón?

Te vi pasar tangueando altanera

Con un compás tan hondo y sensual

Que no fue más que verte y perder

La fe, el coraje, el ansia y guapear…

No me has deja'o ni el pucho en la oreja

De aquel pasa'o malevo y feroz

Ya no me falta pa' completar

Más que ir a misa e hincarme a rezar…

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