La poesía de Ana Selva Martí

En la obra de esta recordada autora local, las isotopías que se refieren al paisaje mendocino, por ejemplo, se inmaterializan en la referencia a conceptos de índole metafísica: destino, pensamiento, eternidad.

Poeta mendocina.
Poeta mendocina.

En Tendencias y generaciones de la poesía mendocina actual (1979), Celia Luquez señala la existencia de dos dimensiones, que le permiten a su vez distinguir en los poetas dos actitudes fundamentales: la que transita una dimensión “marcadamente horizontal, hacia el hombre y la tierra, y la otra de proyección vertical, hacia la trascendentalidad”.

Si bien tal afirmación requiere matices y precisiones, el planteo de tal encrucijada no deja de ser cierto, y nos permite situar la poesía de Ana Selva Martí (1925-2000), destacando a la vez su originalidad, dado que en su poesía, ya desde los primeros poemarios, la naturaleza adquiere valores trascendentes. En un sentido análogo se expresa Liliana Heker en un artículo titulado “La joven poesía”, publicado en El Escarabajo de Oro N° 2 (julio-agosto 1961), en el que realiza una caracterización de la obra de la poeta mendocina señalando que tiende a -en palabras de Heker- “irrealizar lo real”.

Si bien esto para la investigadora citada constituye más bien una barrera que aleja al lector, que debe limitarse a una “actitud contemplativa”, no puede menos de elogiar algunas de sus imágenes bellas y originales. Se trata, en todo caso, de una apreciación a priori de lo que “debe ser” la poesía. Lo cierto es que, en la obra de Ana Selva, las isotopías que se refieren al paisaje mendocino, por ejemplo, se inmaterializan en la referencia a conceptos de índole metafísica: destino, pensamiento, eternidad…

Y esta cualidad se pone de manifiesto en toda su trayectoria poética, que comprende los siguientes títulos: Bajo el párpado del tiempo (1949); Itinerario de angustia (1952); Silencio emancipado (1953); Consagración del alma (1954); Sinfonía máxima (1958); Transeúnte de los días (1969); La sombra conjurada (1973); Territorio del ángel (1980); Ser en ser inefable (1991); Calendario del olvido (1992) y El universo que me abraza (1993). Varias de estas ediciones han sido ilustradas por plásticos mendocinos, entre ellos Alberto Rampone.

Así, las presencias reales se vuelven símbolo, como el árbol –”mensaje en la intemperie”- o la nieve que “trasunta / el frío verdadero de la vida / con su pobreza trémula” (1953, p. 28). La misma autora es consciente de este juego entre realidades concretas y nociones abstractas, y se ocupa de hacerlo explícito en formulaciones oximorónicas tales como “podría ser de una comarca / de abstractas nubes y de alas, / de florecidas realidades” (1953, p. 40).

De algún modo, Ana Selva Martí nació a la poesía bajo el patrocinio de Ricardo Tudela y en cierto modo su obra remite a la del maestro; de hecho, dos de sus libros fueron publicados bajo el sello editorial “Oeste”, que fue prolongación de Oeste: Boletín de Poesía (1935-1937), revista creada y dirigida por Tudela, de la que aparecieron dos números. Los volúmenes editados por este sello editorial son Silencio emancipado y Transeúnte de los días, libro este último que mereció elogiosas reseñas de los principales diarios de Buenos Aires.

Así, La Prensa (31 de octubre, 1971) celebra “la calidad nada común de este libro” en el que se da “una fusión pareja de ahondamiento sensitivo y especulación reflexiva”, y en Clarín (14 de octubre 1971) se habla de la “fantasía lírica y multiplicidad de imágenes, en la voz de una sensible poeta mendocina que se sumerge en ‘el tiempo alucinado de una incesante andanza’”. Estos juicios, si bien referidos a un poemario en particular, sirven para calificar la totalidad de una obra de notable unidad.

Si tuviera que elegir un poema que sintetiza el talante espiritual de nuestra poeta, citaría unos versos de Consagración del alma (1954), su cuarto poemario: “La montaña está en su eterna soledad… // Y yo estoy en el día / con mi asistencia toda, / profunda y transparente, // El canto es en mi ser / vida que se entrega suprema y desnuda / a la propia vida” (p. 25). Creo que aquí están sintetizados los puntos cardinales de su estética que abreva en el paisaje perenne pero que experimenta, por contraste, la angustia del tiempo que fluye, angustia solo salvada por el canto, “raíz de eternidad” (1953, p. 19): “Yo sé que todo llegará. / que la noche / abrirá su consternado espacio / de amapola negra. / Que la llama del tiempo / me golpea” (1953, p. 65).

Entonces la poeta interroga al arcano, le exige certezas: “Dime que volveré desde extramuros / repetida, fatal, inexorable, / migratorio rapto luciente; / y en forma recuperada / danzaré junto a esta música / de fe, belleza y esperanza” (1974, p. 39). Es que la pregunta por el ser, acucioso interrogante, solo encuentra su respuesta -siquiera provisoria- en la trasmutación en poesía de la realidad circundante: “Ahora soy, realmente / en la columna del ansia / y el proyecto, / el corazón anidando las manos / del amor, / el cántaro y el agua / para los desiertos del alma” (1953, p. 24).

Su poética no se presenta, entonces fría e intelectual, sino transida de emoción: “Y sé que soy / como espejo enfrentado a los paisajes, / y hay música en mi ámbito, / floraciones de errantes filigranas, / alborada o estrella. / Y este ensayo humano / que aproxima presencias / sustantivas del sueño” (1953, pp. 50-51). Urge entonces la libertad de la forma para dar cauce cabal a la expresión: la poeta, que en su adolescencia ejerció las formas clásicas, se orientó pronto al cultivo del verso libre.

A la vez, fue acrisolando un lenguaje poético en el que la aparente sencillez de la expresión (Arturo García Astrada, en prólogo a Ser en ser inefable habla de “un lúcido ascetismo”) no desmiente la profundidad del pensamiento y la intensidad de la emoción, traducidas en hermosas imágenes nunca decorativas y en un acendrado simbolismo que refleja “la indagación sobre el hombre, el amor, la muerte, lo cotidiano”. La voz de Ana Selva se hace así “canto moderado, congoja, grito o susurro” (Hilda Fretes, 1991).

Como síntesis y corolario de lo dicho, nada mejor que las palabras de la propia poeta, que refirman bellamente todo lo dicho: “Alma y tierra / cielo y alma comparten / mi existencia y mi desvelo. // Tiempo de serenidad y la sonrisa” (1957, p. 51).

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