Hallazgo: una carta de Fausto Burgos destinada a Abelardo Arias

Entre algunas carpetas depositadas en el Centro de Estudios de Literatura de Mendoza (CELIM) se halló esta esquela que sirve para ver la consideración que tenía el gran escritor sobre la obra del autor de “Álamos talados”.

Fausto Burgos y Abelardo Arias
Fausto Burgos y Abelardo Arias

Ordenando algunas carpetas depositadas en el Centro de Estudios de Literatura de Mendoza (CELIM), en la Facultad de Filosofía y Letras, apareció inesperadamente un conjunto de cartas dirigidas a Abelardo Arias por diversos remitentes. Ese riquísimo material fue ordenado y clasificado por dos alumnos, Emanuel y Yamila; ellos, por entonces, estaban cursando el Seminario de Investigación en Letras, que versaba, precisamente, sobre la conservación de fondos documentales.

De ese corpus me llamó la atención una carta fechada el 2 de febrero de 1945, que dirige Fausto Burgos al autor de Álamos talados, agradeciendo el envío de un ejemplar de la novela, publicada, como sabemos, en 1942. Hasta aquí el contenido de la nota manuscrita, escrita en grueso papel membretado con la letra amplia del tucumano radicado en Mendoza, con trazos rápidos que a veces dificultan la lectura a primera vista. El contenido es escueto, pero en su brevedad, nos confirma nuestro conocimiento de Burgos como viajero incansable, ya que anuncia a su amigo un próximo viaje a Tafí del Valle, solicitando le escriba a ese destino.

Pero lo realmente valioso es el comentario mecanografiado (seguramente por Elena Catullo de Burgos, esposa del escritor, porque sabemos que él no escribía a máquina): anexo que contiene un completo análisis de la novela, hecho por un novelista consumado, y que revela un amplio conocimiento del novel escritor (Arias es veinte años menor que Burgos), con el que coincidían ocasionalmente en sus estadías en San Rafael. Me permito transcribir parte del contenido de este juicio de Burgos, porque es la voz autorizada de un escritor ya hecho (Burgos), hablando sobre la publicación primeriza del otro (Arias).

El texto de Burgos se fija primeramente en el contenido autoficcional de la novela: “Romance campero, de un hombre mozo ¡romance cálido, lleno de sugestiones, porque es autobiográfico! La familia de Abelardo Arias Ballofet vivió en las afueras de San Rafael de Mendoza, casi a las puertas del puente del Diamante tornadizo y sonoro”.

Burgos se explaya luego en una descripción de la vivienda familiar, haciendo gala de su vena poética: “Allí empezaban las tierras mollares de su señorío; a los pies de aquella mansión solariega abríase el foso, hasta el cual llegaron antaño las tacuaras de las lanzas indias y el alarido fiero y vibrante de los jinetes del malón, sedientos de venganza” (al leer esto no podemos menos de pensar en la casa de Susana Bombal, contigua al laberinto erigido en honor de Borges, que también cuenta con un foso a modo de defensa contra los aún amenazantes ataques indígenas).

Y sigue Burgos: “Allí, el espacio dentro del cual vivieron su vida pasional los personajes del romance; el tiempo, el de los quince y los diecinueve años. Tiempo y espacio”. Resume luego la caracterización del personaje principal, “el niño Alberto, [que] llega con sus tías a la casa de sus mayores, cuando San Rafael está a punto de pasar a la categoría de ciudad.”

Resulta interesante la referencia a su propia vida que inserta Burgos en el texto, como exhibiendo su autoridad para hablar del espacio en que se desarrolla la acción: “Nosotros llegamos el 16; queda dicho que conocemos el ambiente y casi casi, uno a uno a los personajes”, lo que habilita también el análisis psicológico del protagonista: “El niño Alberto tenía entonces quince años, época en que la fruta de la vida comienza a pintar. ¿Qué hace un mozuelo a dicha edad, en el campo, en una casona de señores, teniendo cerca sembríos, viñedos, la huerta de frutales, alfalfares, el río desgajado y sonoro y el ancho campo que corriendo y corriendo toca azules y bermejos montes?”.

La respuesta es casi obvia: “Un mocito a dicha edad sale a cazar, a pescar, a bañarse, a papar aire. En una palabra: se adueña del campo y como en tal cuerpo la sangre comienza a moverse, de un modo raro, con la primavera, el niño Alberto se enamora de una muchacha campesina, criolla como las moras, firme en su querer como las palomas monteses de la tierra”. Las alternativas del idilio y su final son conocidas por los lectores, y se relacionan con el sentido simbólico del título, explicitado por el autor en la frase final: “Uno tras otro caían los álamos de mi adolescencia”.

Al respecto, es interesante el comentario generalizador de Burgos: “Cae uno en la cuenta de que una vida bien vivida es una bella novela, pareciendo obra de ensueño, de ficción”. En cuanto a la arquitectura del relato: “Principio, medio y epílogo, según la tradición clásica del arte de novelar. Siendo la primera obra, es el cumplido trabajo de un artista hecho y derecho. Para no cansar, relata, pinta y recurre al diálogo vivo. Sus personajes hablan el lenguaje que acostumbran; el artificio del escritor queda velado”.

Elogia asimismo la creación del ambiente: “Todo lo sanrafaelino aparece con vida en esta bella novela: la tierra generosa que da ciento por uno; los cielos remotos, las aguas bermejas del Atuel, del Diamante, alborotados siempre, las piedras cansadas [...]”.

En cuanto al estilo, destaca que es “sencillo; los adornos ni sobran ni tampoco faltan; de vez en vez, el vuelo de una metáfora, en cuyos elementos de comparación entran las cosas criollas, vistas y sentidas ¡No ha cansado a su espíritu, componiendo; corrió su pluma con el ritmo de su corazón, por ello el romance nació delicado, casi inocente, con la sentimentalidad de los quince, ¡de los diecinueve años! Sin sentir se va de un capítulo a otro”. Y concluye su reseña el escritor devenido crítico con un elogioso juicio de valor: “Obra de mozo y bella obra de nuestra tierra”.

Burgos destaca así en la novela de su amigo rasgos que en cierto modo son los de su propia poética compositiva: la sencillez y linealidad de las tramas, la capacidad para componer con pocos trazos un paisaje, y, sobre todo, la naturalidad de los diálogos que nos hablan de su faceta de dramaturgo que complementa la de narrador y poeta.

También coinciden ambos autores en la capacidad para novelar a partir de sus propias vidas, entretejiendo elementos autoficcionales que contribuyen al realismo de la narración. Y, por sobre todo, en su inscripción en una corriente regional que –a partir de los años 20 y 30– se preocupó por documentar el “paisaje humano y natural” de Mendoza, en respuesta a esa “voluntad de región” de que habla Arturo A. Roig (1966).

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