Cuando se menciona cómo la minería ha avanzado en la inclusión de la mujer es difícil imaginarse lo que vivieron las primeras, ingresando en un sector muy masculinizado. Viviana Morsucci cuenta su experiencia, que, reconoce, tuvo momentos muy duros. Pero también sostiene que, en otro sector, no hubiera logrado lo que logró.
Ahora, vuelve a visitar el pasado, esta vez para dar más detalles a los lectores de Los Andes. Viviana se divorció del padre de sus hijos en 1997. Vivía en San Carlos y comenzó a buscar trabajo, pero se encontró con algunos problemas, porque “ya era vieja” (37 años) y tenía “lo que antes se decía carga social”: dos hijos pequeños, de 10 y 14 años (las dos hijas más grandes ya se habían casado).
Después de un año de intentar sin éxito, su hermano más chico, que trabajaba en la mina Cerro Vanguardia, en Santa Cruz, le dijo que había posibilidades laborales en el sur. “Me fui sola. Dejé a los chicos con mi mamá, acá”, dice, pero aclara que, apenas cobró su primer sueldo y pudo alquilar una casa pequeña, se los llevó.
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El difícil comienzo
Viviana ingresó como mucama, para las tareas de limpieza en el campamento de la mina, que todavía estaba en construcción. Pero los turnos, en aquel momento, eran de 21 o 28 días de trabajo por 7 de descanso. Eso significaba que pasaba 3 o 4 semanas sin ver a sus hijos (y llegó a ausentarse 32 días por una tormenta).
Los chicos se habían quedado en el pueblo, en la casa que había alquilado, y tenían el sostén de su hermano y su cuñada. Al principio, él era el tutor, pero como también trabajaba en la mina, un preceptor del colegio, al que sus hijos le tomaron mucho cariño, terminó siendo quien los acompañaba, junto con su familia.
Pero estar en contacto con ellos durante su ausencia no era sencillo, porque en aquellos tiempos no existían los celulares. Los chicos se iban a una cabina telefónica y a ella la iban a buscar para que se quedara en una oficina, porque en unos 15 minutos la iban a llamar.
“No fue fácil para ninguno. Llorábamos allá nosotros y las chicas acá también”, comentó, en referencia a que los más pequeños venían de una separación de sus padres, pero también se habían tenido que ir de su lugar y alejarse de sus hermanas más grandes. Y Viviana no veía la hora de volver a verlos.
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Progresar
Si bien aún recuerda lo duro que fue separarse tantos días de sus hijos, también expresa que a quienes trabajaban en la mina les daban posibilidades de hacer variedad de cursos (y algunos eran obligatorios) y ella decidió capacitarse.
“Me costaba mucho, porque hacía horas extras, por el frío, por la nieve. Pero aprendí mucho y, de a poco, fui ascendiendo”, resalta y añade que eso le permitió “hacer carrera” en la mina, que fue cambiando de dueños por distintos motivos.
Y después de haber empezado como mucama, se retiró como encargada de recreación. Ella era la responsable de la sala de estar que se encontraba al lado del comedor y que era el espacio a donde la gente iba a relajarse, tomar un café, mirar televisión, hablar por teléfono en las cabinas o conectarse a internet.
Señala que tenía personal a cargo, pero que no sólo supervisaba, sino que trabajaba a la par de ellos. “Los supervisores no se cruzan de brazos. En la mina trabaja todo el mundo”, resalta.
Recapitulando, indica que, después de dormir con colchones en el piso los primeros meses, logró equipar la casa para que sus hijos estuvieran cómodos. También, mudarse a otra vivienda más linda y grande, y comprar un auto. Los chicos tuvieron celulares –“los grandotes, que le llamábamos ladrillos”- poco tiempo después de que salieron al mercado.
Pero, sobre todo, logró darles la posibilidad de estudiar y ve con orgullo dónde está hoy “su niño”. Considera que, si se hubiera quedado en Mendoza, no habría podido encontrar un trabajo con un salario como el que ella tuvo. “Mi ambición era lograr lo que yo quería, que era sacar a mis chicos adelante, porque estaba con ellos sola”, lanza.
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Dificultades y prejuicios
Viviana detalla que estuvo casi 20 años trabajando en la mina y vivió “cosas buenas, malas”, que “fue difícil y otras veces, más fácil”. Vuelve a mencionar que sufrió mucho por extrañar a sus hijos y estar lejos de ellos. Pero también, de “vivir nada más que de horarios”, porque cuando estaba en la mina, no tenía sábados, domingos ni feriados.
De hecho, más de una vez se preguntó: “¿Qué estoy haciendo acá?”. Pero siempre encontraba en su familia el incentivo para continuar.
Sin embargo, también hubo otros desafíos que tuvo que enfrentar. “En ese tiempo, las que íbamos a trabajar a la mina éramos ‘locas’. Y no éramos muy aceptadas en la sociedad”, señala. Y eso, en un pueblo pequeño, como San Julián, no resultaba sencillo.
Eran épocas en que las mujeres sólo podían trabajar en minería como mucamas o en las oficinas. Y en Cerro Vanguardia, cuando se estaba construyendo la mina, había 5.000 hombres y menos de 400 mujeres, lo que hacía que fuera una situación tensa, porque les preguntaban cuánto cobraban y les golpeaban la puerta de las habitaciones de noche. “Fue bravo”, reconoce.
Agrega que, cuando llegó el momento de la puesta en marcha, todo cambió, ya que se fueron las empresas que se dedicaron a la construcción y se quedó la de operación de la mina. El ambiente se tornó más familiar y comenzaron a tejerse amistades, alimentadas por el desarraigo compartido. También se fue modificando la mentalidad de la gente del pueblo.
“He escuchado que hoy es hermoso y las condiciones de las mujeres son otras. Antes no podíamos entrar a la mina porque era de mala suerte”, detalla. Y agrega que, antes de renunciar para volverse a Mendoza, terminó con turnos de 7 días de trabajo por 7 de descanso.
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La mina Cerro Vanguardia hoy
Aventuras
“Cuando empezó esto de la minería en Mendoza, yo dije: ‘Si me diera la edad y no estuviera jubilada, me hubiera encantado entrar a trabajar en la mina’", lanza con entusiasmo. Y suma que le hubiera gustado trabajar en los talleres o, incluso, manejar un camión minero, que es algo que hoy las mujeres hacen.
Cuenta que, con el tiempo, por esas amistades que fue entablando y por las capacitaciones, fue conociendo distintas partes de la mina. Y recata la experiencia que ganó y los conocimientos que pudo aplicar, porque les daban la oportunidad. “Hice muchísimos cursos. Hasta fui bombera”, comenta.
Sobre qué diría a otras mujeres que están evaluando la posibilidad de trabajar en minería, respondió: “yo les diría que cuesta, porque todo cuesta, pero los cambios no son malos si sabés lo que querés y a dónde querés ir. O sea, si tenés un objetivo. Y hoy las condiciones son otras, mucho mejores”.