José de San Martín, Juan Galo Lavalle y Domingo Faustino Sarmiento marcaron con sus decisiones el rumbo de la historia argentina. Sus nombres están inscritos en plazas, escuelas y calles de todo el país. Pero más allá de los bronces y las batallas, fueron también hombres atravesados por afectos, dolores y vínculos íntimos.
Entre ellos, el lazo con sus hijas ocupó un lugar especial: Merceditas, Dolores y Faustina vivieron bajo la luz —y a veces bajo la sombra— de esos apellidos ilustres. Sus vidas, aunque muchas veces relegadas por la historia oficial, revelan otra dimensión de la patria: la que se construyó también en el ámbito privado, entre cartas, silencios, renuncias y gestos de amor.
Merceditas de San Martín: la niña del Libertador
Mercedes Tomasa de San Martín y Escalada nació en Mendoza en 1814, fruto del matrimonio entre José de San Martín y Remedios de Escalada. La muerte prematura de su madre la dejó al cuidado de su abuela materna, doña Tomasa, en Buenos Aires, mientras su padre proseguía con su gesta libertadora por Sudamérica.
En 1824, con las campañas emancipadoras ya concluidas en el sur del continente, San Martín decidió partir hacia Europa. Quiso llevar consigo a su hija, pero enfrentó la férrea resistencia de su suegra, con quien apenas se hablaba. Finalmente logró llevársela, aunque el viaje no fue sencillo: la pequeña, según contaría el mismo San Martín en una carta a Manuel de Olazábal, pasó buena parte del trayecto “arrestada” en un camarote por su conducta rebelde, fruto —según él— de una crianza “excesivamente cariñosa”.
Las célebres “máximas” que escribió para ella, lejos de ser simples principios abstractos, respondían a una necesidad urgente de guiar su formación moral. Aquel padre que había librado guerras por la independencia, enfrentaba ahora el desafío más humano: educar a una hija con carácter.
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Mercedes de San Martín. Foto: Gentileza
Dolores Lavalle Correas: del linaje a la acción social
Hija del general Juan Lavalle, Dolores nació en 1831, poco antes de que su padre fuera asesinado y pasara a ser un símbolo trágico de la lucha contra Rosas. Su infancia transcurrió bajo el peso de ese apellido cargado de gloria y drama, pero lejos de limitarse a ser una figura decorativa del patriciado, Dolores decidió comprometerse con las causas sociales de su tiempo.
Desde joven, impulsó la educación como herramienta de transformación, especialmente para mujeres de bajos recursos. Fundó una escuela profesional femenina con un plan de estudios inspirado en los modelos pedagógicos suizo y alemán, donde se enseñaban oficios como la joyería. Esa institución sigue funcionando y desde 1908 lleva su nombre.
Colaboró estrechamente con figuras como Cecilia Grierson, primera médica del país, integrando juntas el subcomité femenino de la Cruz Roja Argentina y el Consejo Nacional de Mujeres. También fue promotora de obras sanitarias fundamentales: apoyó el consultorio "Hijas de María", germen del Hospital Santa Lucía; ayudó a crear el Hospital de Niños Gutiérrez, la Casa Cuna y el Asilo del Buen Pastor.
Conocida como “Misia Lavalle”, fue homenajeada en vida con una gala en el Teatro Colón en 1913, y escribió textos de notable calidad en Caras y Caretas. Doce años más tarde, la misma revista la despidió con un tributo que la consagró como símbolo de la tradición argentina transformada en acción: “Reliquia venerada de los pasados tiempos [...] núcleo brillantísimo de una vida social que encontraba en el culto de las glorias de los antepasados estímulo invencible para no desconfiar del porvenir”.
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Dolores: la hija del general Juan Galo Lavalle. Foto: Gentileza
La hija de Domingo Faustino Sarmiento
En sus años de juventud y exilio en Chile, Domingo Faustino Sarmiento conoció a María Jesús del Canto, una adolescente de 17 años con la que mantuvo una relación breve pero significativa cuando él tenía 19. Fruto de ese vínculo nació, en 1832, Ana Faustina Sarmiento. La pareja nunca contrajo matrimonio —la familia de ella se oponía—, pero Sarmiento no esquivó su responsabilidad: reconoció legalmente a su hija y asumió su crianza.
Durante los primeros años, sin embargo, fue doña Paula Albarracín —la incansable madre del prócer— quien asumió el cuidado de Faustina, llevándola a San Juan. Más adelante, cuando Sarmiento mejoró su situación económica, se encargó personalmente de su educación.
Faustina fue una talentosa pianista, se casó, tuvo seis hijos y acompañó a su padre hasta sus últimos días, incluso en su retiro en Paraguay, donde fallecería el 11 de septiembre de 1888. Ella misma murió en diciembre de 1904, habiendo vivido una vida marcada por la discreción, el afecto y la dignidad.
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Faustina Sarmiento. Foto: Gentileza
Herederas de una causa y de un tiempo
Estas mujeres no fueron simples figuras de segundo plano. Fueron testigos y, en muchos casos, protagonistas de la vida pública, familiar y cultural de su tiempo. En su andar discreto o en sus obras visibles, encarnaron otro modo de vivir la historia: desde la trastienda del bronce, pero con impacto perdurable.