La historia de Santiago de Liniers es una de esas páginas trágicas en las que un héroe se convierte en víctima de la misma causa que ayudó a forjar. El conde, célebre por su gesta durante las Invasiones Inglesas, protagonizó el episodio más recordado de violencia revolucionaria en los albores de 1810.
Informado de los acontecimientos en Buenos Aires, decidió encabezar una contrarrevolución desde Córdoba. Con voluntad férrea y todavía convencido de su deber hacia la Corona, reunió cerca de mil hombres y los entrenó personalmente.
Un clima dividido y el prestigio de Santiago de Liniers
En aquellos días el ambiente en el interior del Virreinato estaba dividido. Dámaso Uriburu, testigo contemporáneo de los hechos, relató que el pueblo, “con excepción de los españoles europeos y los empleados del gobierno, simpatizaba con las ideas promovidas en Buenos Aires y coadyuvaba a su propaganda con el mayor ardor”. Pese a ello, cundió el temor cuando se supo que la capital enviaba una expedición a Córdoba. La figura de Liniers aún despertaba respeto y adhesiones; su prestigio como vencedor de los ingleses hacía que muchos se inclinaran hacia él.
En agosto de 1810, los hombres enviados por la Junta tomaron la ciudad sin resistencia y designaron a Juan Martín de Pueyrredón como comandante. Su llegada fue celebrada; los jóvenes entusiastas incluso pidieron sumarse a las tropas patriotas, entre ellos un adolescente llamado José María Paz, futuro general de la independencia.
Advertencias ignoradas y un destino trágico
Dos días antes, Liniers había dejado Córdoba. Empecinado en demostrar su lealtad al monarca español, ignoró las advertencias de Belgrano, de Saavedra e incluso de su propio suegro, Martín de Sarratea, quienes le suplicaban mantenerse al margen para salvar su vida. Todo salió mal desde el comienzo: su tropa se dispersó pronto —algunos, incluso, lo insultaron al marcharse— y el carro que transportaba las municiones explotó. Sin más recursos, se ocultó en San Francisco del Chañar. Pagó a un peón para que no revelara su escondite, pero el hombre lo traicionó. Aquel delator, marcado de por vida por su acto, sería recordado con desprecio por el pueblo como el “sarnoso traidor”.
La captura y el trato inhumano
La medianoche de su captura es una de las escenas más conmovedoras de la historia revolucionaria. Liniers y sus compañeros fueron despertados violentamente por una partida al mando de José María Urien. El trato fue cruel: les despojaron de todos sus bienes y quedaron casi desnudos. Paul Groussac describió que el héroe fue atado con tanta brutalidad que “le reventó la sangre por las yemas de los dedos”. La Junta, meses después, procesaría a Urien por “no haberse manejado con la pureza y el honor que debía en la prisión de D. Santiago de Liniers”.
La orden de fusilamiento y la misión de Castelli
En un principio nadie imaginaba que aquello acabaría en un fusilamiento. Cuando la orden de ejecución llegó desde Buenos Aires —impulsada por Mariano Moreno— fue desobedecida. ¿Matar a Liniers? Imposible. Francisco Ortiz de Ocampo se negó a cumplirla, lo que le valió el repudio de la Junta y su remoción. Castelli y French fueron enviados para garantizar el cumplimiento de la sentencia. Bartolomé Mitre recoge el dramático diálogo entre Moreno y Castelli:
“Amigo, usted que es capaz de matar a su padre”. Castelli intentó excusarse y Moreno replicó: “Vaya usted y espero que no incurrirá en la misma debilidad que nuestro general; si todavía no se cumpliese la determinación tomada, irá el vocal Larrea, a quien pienso no faltará resolución, y por último iré yo mismo si fuese necesario”.
Durante esos días, el maltrato hacia los prisioneros conmovió a los vecinos cordobeses, que intentaban acercarles provisiones. Muchas veces eran descubiertos y las entregas terminaban en manos de los soldados. Entre esos compasivos se destacó doña Tiburcia Haedo, madre del joven Paz. La denuncia de los propios subordinados de Urien llevó a su desplazamiento; sin embargo, la suerte de Liniers ya estaba echada.
El fusilamiento en Cabeza de Tigre
El 26 de agosto de 1810, en un paraje solitario llamado Cabeza de Tigre, se consumó la tragedia. Castelli leyó la sentencia. Groussac lo relata con estremecedora viveza:
“Los reos fueron puestos en línea, a cierta distancia uno del otro, al frente de la tropa formada… hubo dos terribles segundos de espera para asegurar el tiro, y luego, al grito de ¡fuego! Un solo trueno sacudió el bosque, y los cinco cuerpos rodaron por el suelo… se dice que a French, soldado de la Reconquista, le tocó descargar su pistola en la cabeza del Reconquistador”.
Los cuerpos fueron arrojados en una zanja, aunque un sacerdote local los desenterró para darles sepultura. Años más tarde, en 1862, Liniers y Juan Gutiérrez de la Concha fueron trasladados a España. Su mausoleo lleva una conmovedora inscripción: “Los últimos héroes de la Patria Vieja fueron las primeras víctimas de la Patria Nueva. Homenaje de la Marina de Guerra Argentina, agosto de 1960”.
Un acto de temor político
La ejecución fue, sobre todo, un acto de temor político. Buenos Aires veneraba a Liniers, y su presencia podría haber puesto en riesgo la revolución. Era más seguro matarlo en Córdoba que permitir que pisara la capital. La Junta, consciente del escándalo, publicó un manifiesto intentando justificar el hecho, alegando incluso que el conde había “injuriado a la Junta atribuyéndose intenciones revolucionarias contra la soberanía del señor Fernando VII”.
Muchos años después, Juan José Rodríguez Peña resumió la lógica de aquel acto con brutal franqueza:
“¡Que fuimos crueles! ¡Vaya con el cargo! (…) Arrójennos la culpa al rostro y gocen los resultados. Nosotros seremos los verdugos; sean ustedes los hombres libres”.
Así, el héroe de la Reconquista se convirtió en mártir de la Revolución, víctima de un tiempo en que las lealtades y los miedos se cruzaban en un escenario donde nacería una nueva patria.