18 de mayo de 2025 - 09:00

La historia del "General Roto", el hombre que volvió de la muerte

Herido de forma brutal en El Tala, abandonado y dado por muerto, Gregorio Aráoz de La Madrid sobrevivió para escribir su historia.

En las guerras civiles argentinas abundan los personajes trágicos, valientes y olvidados. Pero pocos tienen una historia tan brutal y conmovedora como la de Gregorio Aráoz de La Madrid. Un general herido más veces que condecorado, sobreviviente de sí mismo, y símbolo de un país que no da tregua.

Solo contra quince

El 27 de octubre de 1826, en la batalla de El Tala, La Madrid enfrentó su jornada más sangrienta. Lo cercaron quince hombres de Facundo Quiroga, y lejos de rendirse, eligió luchar solo. Fue destrozado. Recibió quince sablazos, tres costillas rotas, una herida abierta en el estómago, once en la cabeza, el tabique nasal quebrado y una oreja arrancada. Cayó en el barro, creído muerto por sus enemigos, y fue rematado con la descarga de una bayoneta. Su cuerpo quedó despojado, desnudo, cubierto de sangre, entre cadáveres y caballos. David Peña lo describió con crudeza: “Pisoteado por la chusma y los caballos, entre el tendal espeso que la lanza ha sembrado a manos llenas”.

El milagro del escapulario

Pero el general no estaba muerto. En sus Memorias, La Madrid relató así aquel suceso extraordinario:

“Había sucedido con mi supuesto cadáver algo singular, que dejo al juicio del lector, sin poder decidir si lo atribuyo al milagro de la Santísima Virgen, o a una casualidad. Me encontraron completamente desnudo, todo ensangrentado, privado de mis sentidos, y sin otra prenda que un escapulario de Mercedes que me había mandado mi señora de Buenos Aires y un pedazo de cordón con el que tenía colgado el reloj al cuello, regados con la sangre”.

Una historia de abandono, rescate y cicatrices

Sus propios soldados lo rescataron. Pero al acercarse un grupo sospechoso, huyeron, y lo dejaron otra vez tirado, en soledad, al borde de la muerte.

“La partida nuestra huyó, y yo quedé abandonado. Afortunadamente, los que se acercaban no eran enemigos, y regresó luego mi partida, y me llevaron a un rancho vecino, cuyo dueño envió por un curandero santiagueño, quien hizo que este me curara las heridas, cortase un pedazo de la oreja que venía pendiente de un hilo, y cosiese la punta de la nariz que tenía caída sobre la boca. Días después, al querer tocarme la nariz sin darme cuenta de lo que hacía, se me vino abajo la costura y me la cosieron de nuevo; por eso, algunas veces mis amigos me han puesto por sobrenombre ‘el general roto’”.

Pasó un mes inconsciente. Fue un renacer traumático. La guerra le había destrozado el cuerpo, pero no el espíritu.

Nacido en Tucumán en 1795, Gregorio fue criado por sus tíos, a quienes agradeció siempre en sus escritos. A los 16 años se unió al Ejército del Norte. Participó en Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe, y luego en la lucha por la independencia junto a Belgrano y San Martín. Más tarde combatió en las guerras civiles en La Tablada, San Roque, Oncativo y Ciudadela. Fue derrotado varias veces, sobre todo por Quiroga. Tras la caída del General Paz, asumió un mando que le quedaba grande y volvió al exilio. Pero tuvo su redención en 1852, en la batalla de Caseros: el día en que Rosas fue derrotado, fue el único general alzado en andas y aclamado por todos.

Una memoria más fuerte que el bronce

Murió en 1857, cinco años después de su última batalla, tras dejar escritas sus Memorias. Su cuerpo fue uno de los más castigados por la guerra, pero su nombre quedó relegado a los márgenes. Sin embargo, sus soldados lo amaron. Y eso, en tiempos de pólvora y traiciones, vale más que una estatua.

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