José de San Martín: detrás del héroe, un corazón de padre

Mientras liberaba América, José de San Martín forjaba con ternura el vínculo con su única hija. Una historia íntima de amor, exilio y legado familiar.

Una hija en medio de la Independencia

Poco después de que en Tucumán se declaraba la independencia, en Cuyo nacía una nueva vida que cambiaría para siempre al General José de San Martín. El 24 de agosto de 1816, en medio de una patria que nacía a gritos, llegaron también los primeros llantos que lo hicieron padre: Mercedes Tomasa de San Martín, fruto de su matrimonio con Remedios de Escalada.

Entre ese día y el momento en que partió al exilio junto a su hija, San Martín vivió los años más intensos de su vida pública. Organizó el Ejército de los Andes, cruzó la cordillera, liberó a Chile con triunfos como Chacabuco y Maipú, y entró victorioso en Lima en 1821 para proclamar la independencia del Perú. Pero mientras forjaba la libertad de medio continente, también enfrentaba tragedias personales: su esposa enfermó y falleció en 1823, y la guerra civil comenzaba a desgarrar el país que él había ayudado a crear. Exhausto y decepcionado, San Martín decidió abandonar la política y retirarse de América.

José de San Martín y la lucha por su hija

Una vez en Buenos Aires se entrevistó con antiguos camaradas y autoridades. Su reunión con Rivadavia fue amena y llegó a obsequiarle una campanilla de plata perteneciente a la Inquisición limeña. Lo más difícil fue enfrentar a su suegra. Ya viuda, doña Tomasa de la Quintana pretendía quedarse con Mercedes, a quien cuidaba desde hacía cuatro años. Jamás aprobó el casamiento de su hija, siempre llamó “plebeyo” o “soldadote” a su yerno y vio a Remedios morir llamándolo. Es bastante comprensible que lo odiara. Siendo algo totalmente mutuo, no se hablaban. Debió tomar cartas en el asunto Manuel de Escalada y convenció a su madre de entregar a la pequeña.

El 10 de febrero de 1824, San Martín zarpó con su hija rumbo al Viejo Mundo. La relación no fue fácil al principio. Mercedes apenas lo conocía y lo miraba con desconfianza. San Martín escribió más tarde con ironía que la niña, formada bajo el estricto afecto de su abuela, era "un diablotín voluntarioso" que pasó buena parte del viaje "arrestada en un camarote". Pero si el General había podido con el Imperio español, también supo conquistar el corazón de su hija. Con paciencia y afecto, la convirtió en su compañera inseparable.

Exilio, nietas y un legado más íntimo

Los años en Europa transcurrieron entre Londres, Bruselas y, finalmente, Francia. Cuando en 1829 San Martín volvió brevemente a las costas del Río de la Plata, eligió no desembarcar. Lavalle había fusilado a Dorrego y el General se negó a empuñar su sable en disputas entre hermanos. Desde el barco, fue visitado por viejos compañeros como Guido y Álvarez Condarco, pero luego regresó a Europa para no volver jamás.

En 1830 se instaló definitivamente en el continente, dedicándose a la vida doméstica. Mercedes se convirtió en su mayor orgullo. Se casó con Mariano Balcarce, hijo del general Antonio Balcarce, amigo íntimo de San Martín. Juntos formaron una familia y le dieron al General dos nietas: Mercedes y Josefa, que fueron la alegría de sus últimos años.

En París, San Martín vivía una existencia sencilla. Armero, carpintero, jardinero: ocupaba sus días en pequeños oficios, alejado del bullicio político. Florencio Balcarce, cuñado de Mercedes, lo describió con ternura: "El general goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona." Mientras él limpiaba pistolas o cortaba madera, Merceditas enseñaba español a sus hijas, empeñada en que fueran argentinas, aunque nacidas en Europa.

Aquel hombre de coraje temerario en los campos de batalla, fue en su hogar un abuelo tierno y callado. "Pepa", la menor, se paseaba haciendo “volantines”, mientras el General repetía con humor que no había visto un segundo quieta a la mayor.

En 1848, las revoluciones en Francia los obligaron a mudarse a Boulogne-sur-Mer. Allí pasó sus últimos días, en una casa de dos plantas con jardín. En su dormitorio colgaba el sable corvo, ese con el que había forjado la libertad de América. Hasta el final habló de Mendoza, su “patria chica”, con emoción contenida.

El 17 de agosto de 1850, en medio de una mañana tranquila, pidió que lo acostaran en la habitación de su hija. Cuando comenzaron los dolores, pidió que alejaran a Mercedes para no dejarle la imagen de su muerte. Expiró poco después, a los 72 años, en paz, acompañado por los suyos y por una vida que, más allá de la gloria militar, había hallado sentido en la paternidad.

En las páginas de la historia, San Martín es el Libertador. Pero para Mercedes, fue mucho más: fue el padre que luchó por ganarse su amor, el que la formó con paciencia y ternura, el que eligió la soledad del exilio para no manchar su espada con sangre argentina. El padre que murió tranquilo, sabiendo que había sembrado en su hija los mismos principios con los que liberó a medio continente.

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