6 de septiembre de 2025 - 00:15

A 95 años del golpe que derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen

El 6 de septiembre de 1930, José Félix Uriburu encabezó el primer golpe cívico-militar del país y puso fin al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen.

El 6 de septiembre de 1930 marcó un antes y un después en la historia argentina. El orden constitucional fue interrumpido. El presidente radical Hipólito Yrigoyen fue derrocado por un golpe cívico-militar encabezado por el teniente general José Félix Uriburu, quien de inmediato se instaló en la Casa Rosada como presidente provisional de la Nación.

Con su figura comenzó una etapa que más tarde sería bautizada como la “década infame”: un período signado por el fraude electoral, el pacto con los sectores conservadores y una corrupción sistémica que ensombreció la vida política del país.

Entre la crisis y el desgaste de Hipólito Yrigoyen

El segundo gobierno de Yrigoyen (1928-1930) había comenzado con un triunfo aplastante en las urnas. El caudillo radical, a sus 78 años, volvía a la presidencia con el aura del “apóstol”, el hombre que había encarnado la reparación democrática desde 1916. Pero el contexto era otro. La fractura interna del radicalismo, la oposición furiosa de conservadores, socialistas independientes y antipersonalistas, y sobre todo la crisis internacional desatada tras el derrumbe de Wall Street en 1929, minaron rápidamente su gestión.

A esto se sumó una campaña despiadada contra su persona. La prensa opositora instaló la imagen de un anciano senil, aislado, rodeado de ineptos y corruptos. Cada medida era ridiculizada, cada silencio era leído como incapacidad. La palabra “desgobierno” empezó a repetirse como un eco en diarios y revistas.

La prensa como escenario de la batalla

En los días previos al golpe, los diarios jugaron un papel clave. La Prensa, uno de los grandes medios de la época, reflejaba tanto la intranquilidad oficial como la manipulación de los rumores. El 2 de septiembre, el propio jefe de la quinta región militar, general Juan Esteban Vacarezza, envió una carta pública para desmentir cualquier intento de agitación castrense. En ella afirmaba con solemnidad:

“Ni entre los militares de esta guarnición, ni entre los que están directamente a mis órdenes […] puede existir otra preocupación que la de cumplir dignamente con su deber profesional, de preparación de nuestra defensa nacional, el mayor y quizá el único seguro de los beneficios de la paz”. (La Prensa, 2/9/1930).

Era, en realidad, el último intento de mostrar un Ejército leal a las instituciones. Pero en paralelo, el mismo diario comenzaba a dar señales de que algo se quebraba.

El 3 de septiembre, en sus páginas podía leerse:

“La situación política actual del país adquiere por momentos mayor gravedad. A ello contribuye la renuncia indeclinable que presentó ayer el Ministro de Guerra, general Dellepiane, y el mal estado de salud del Presidente de la Nación”.

Ese mismo día, otra nota titulada La intranquilidad oficial describía con crudeza el desconcierto en la cúpula del poder:

“Se ha incurrido en el error de presentar un cuadro de agitación continua que provoca órdenes contradictorias y que demuestra acabadamente cómo reina en las esferas de gobierno una falta de orientación absoluta”. (La Prensa, 3/9/1930).

Así, la prensa actuaba en dos frentes: por un lado, reproducía desmentidas oficiales; por otro, alimentaba la sensación de caos y vacío de poder.

El sábado negro

Cuando el 6 de septiembre amaneció, la suerte estaba echada. Desde la madrugada, aviones sobrevolaban la ciudad arrojando panfletos con proclamas revolucionarias. Uriburu, al frente de 600 cadetes del Colegio Militar y un puñado de civiles armados, avanzaba hacia el centro porteño. No eran más de 1500 hombres, pero su movimiento bastaba para paralizar a un gobierno exhausto.

En paralelo, una multitud desbordada descargaba su furia contra todo lo que representara al radicalismo. El comité nacional en Avenida de Mayo fue saqueado y quemado; el Hotel España, las redacciones de La Época y La Calle, atacados; hasta la Confitería del Molino fue escenario de tiroteos. La casa del propio Yrigoyen, en la calle Brasil, sufrió el ultraje más doloroso: muebles, libros y retratos arrojados a una hoguera improvisada en la calle.

En la Casa Rosada, el presidente interino Enrique Martínez ordenó izar una bandera blanca hecha con un mantel. Fue el gesto de una rendición sin resistencia. El Ejército, dividido; la oposición, envalentonada; y el pueblo, desconcertado.

El final del “apóstol”

Yrigoyen, enfermo y debilitado, había viajado a La Plata en busca de respaldo militar. Allí, comprendió que todo estaba perdido. Su renuncia, manuscrita, se redujo a pocas palabras:

“Ante los sucesos ocurridos, presento en absoluto la renuncia al cargo de presidente de la Nación Argentina. Dios guarde a usted”.

Con esa frase, terminaba su vida política y comenzaba el ciclo oscuro de la década infame.

El viejo caudillo radical moriría en 1933, tras pasar por prisión en Martín García. Y sin embargo, su entierro desbordó Buenos Aires. Multitudes lo acompañaron desde su casa hasta la Recoleta, como si intentaran reparar con lágrimas la indiferencia con que lo dejaron caer tres años antes.

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