Los rituales fúnebres de Francisco exhibieron protocolos y estéticas legendarias, y otras más novedosas siguiendo la voluntad del célebre difunto nacido en los confines australes del mundo católico. Un ceremonial que incluyó un discreto féretro, los ornamentos de dignidad pontificia, el paso solemne del cortejo que lo expuso ante la multitud reunida en la plaza, el recorrido por las calles de Roma seguido de cerca por sus devotos feligreses y el depósito de sus restos en una sencilla cripta de su Basílica preferida, la Santa María Mayor, en contraste con los grandiosos mausoleos que albergan las cenizas de quienes lo precedieron en la cúspide de la jerarquía eclesiástica. Ese gesto impregnado de sentidos fue recuperado por el cardenal decano Giovanni Re al momento de pronunciar la homilía en la que destacó que el papa Francisco se había hecho eco de dramas contemporáneos y compartido “las preocupaciones, los sufrimientos y las esperanzas de nuestro tiempo”. Con ello, Re no sólo recuperaba su legado en el centro neurálgico de la cristiandad, sino que trazaba el último mensaje de la iglesia de Francisco que había tenido como horizonte las guerras actuales, el infortunio de refugiados e inmigrantes, las derivas de la globalización y el cambio climático, la cultura materialista y el consumismo cultural.
La despedida al papa argentino en el país tomó distancia de las pompas fúnebres romanas haciendo patente el carácter iconoclasta y plebeyo de las tradiciones culturales y religiosas vernáculas. El clima que se respiraba en la Catedral metropolitana días previos a la celebración multitudinaria liderada por el arzobispo de Buenos Aires, quien decidió no viajar a Roma y acompañar el duelo de su comunidad, combinaba la sincera tristeza y congoja por la partida de quien había lo había precedido con la movilización del orgullo nacional. Una atmósfera particular, que evocaba la sorpresa y emoción vivida el 13 de marzo de 2013, cuando los medios de todo el mundo dieron a conocer que el argentino Jorge Mario Bergoglio había resultado electo en el cónclave cardenalicio precipitando de inmediato la exhibición de banderas en la ciudad donde había nacido, ejercido su magisterio pastoral y alcanzado poder y prestigio suficiente entre los padres de la Compañía de Jesús y en las jerarquías diocesanas que lo convirtieron en arzobispo de Buenos Aires, cardenal y en voz autorizada para enfrentar al poder secular.
Hay quienes subrayan algunos pivotes de su papado ecuménico: la opción por los pobres, los marginados y las minorías étnicas y sexuales que consagró su liderazgo frente al crecimiento global de las nuevas derechas, el ejercicio de la diplomacia practicado en medio de una Europa en llamas por la guerra en Ucrania y el conflicto en Sudán y Medio Oriente, y la enfática convicción de recomponer lazos y confianza mediante reformas en el manejo de las finanzas vaticanas, y la condena a curas abusadores y pederastas que dividió aguas entre las vertientes conservadoras y las enroladas en el progresismo católico.
Pero están también los que recogen otras herencias del papa argentino. En particular, la firme determinación de ordenar y clasificar los archivos de la Nunciatura y la Secretaría de Estado del Vaticano con el doble propósito de responder a las familias y/o víctimas del terrorismo de estado, y facilitar el acceso a los investigadores para mejorar la comprensión del papel de la Iglesia en los años de plomo. Esa iniciativa gravitó en un plan editorial robusto, La verdad los hará libres, en el que filósofos, historiadores y teólogos analizaron el papel de la Iglesia entre 1966 y 1983 con el objetivo de contribuir a la “verdad histórica en cuanto sea posible” evitando incurrir en relatos parciales o apologías ideológicas, promover “auténtica justicia” ante los conflictos padecidos por la sociedad, y hacer expreso el pedido de perdón por las omisiones, decisiones y acciones para “promover el encuentro entre argentinos y argentinas”.
Con la apertura de los archivos Francisco hacía patente no sólo la decisión de reponer el protagonismo de la Iglesia como actor crucial de la vida pública argentina, sino también las concepciones historicistas que jalonaron su trayectoria personal e intelectual de la que dejó testimonio más de una vez en homilías, entrevistas o encíclicas. Pero tal vez sea la Carta del 21 noviembre de 2024, la que expone con meridiana claridad la importancia del estudio de la historia de la Iglesia como recurso capital en la formación de jóvenes sacerdotes y agentes pastorales. Lo hizo no para subestimar el saber teológico, sino para fundamentar que el examen y narración del pasado del cristianismo habría de permitirles “interpretar mejor la realidad social”, y propiciar la formación de “una real sensibilidad histórica”. Una sensibilidad que supone aprendizajes en dos esferas conectadas: por un lado, el conocimiento de los momentos o acontecimientos más importantes del cristianismo a lo largo de los siglos. Por otro, y tal vez más significativo, porque les permitirá familiarizarse con “la dimensión histórica propia del ser humano”. Esa visión le hizo radicar aspectos cruciales de la constitución de cualquier sujeto social: “Nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo que lo une con las generaciones que lo preceden. Y esto es válido no sólo a nivel de situaciones personales, sino también a un nivel más amplio de comunidad (…). Estudiar y narrar la historia ayuda a mantener encendida la llama de la conciencia colectiva”. En otras palabras, la sensibilidad histórica promovida por Francisco suponía la conexión de la memoria personal con la comunidad humana y eclesial, munida de “responsabilidad ética”, y atenta a dotar de voz a los desgraciados y excluidos para dar cuenta de “la historia de sus derrotas y opresiones sufridas, pero también la de sus riquezas humanas y espirituales”. Se trata en resumidas cuentas de un mensaje e interpretación potente del papa argentino que, mirado en perspectiva historiográfica, enhebra con sutil maestría erudita otra arista atractiva e incitante de la “verdad” perseguida a lo largo de su memor magisterio.
* La autora es historiadora del CONICET.