Es un lugar común atribuir el triunfo de Milei a la fractura del esquema de coaliciones electorales que caracterizó el sistema político posterior al colapso del gobierno de la Alianza y la crisis del 2001. Suele reiterarse también que dicho proceso obedeció al desmadre de los grandes partidos nacionales el cual no sólo gravitó en el fortalecimiento del PRO, y la conformación de frentes electorales que tramitaron la alternancia gubernamental hasta el 2023. El último experimento que colocó a Alberto Fernández en el sillón de Rivadavia lo dejó a la vista: el doble comando de Unión de la Patria fue efectivo para conquistar el triunfo, pero resultó fatal a la hora de administrar los resortes del gobierno nacional dejando como saldo índices de pobreza, inflación y déficit fiscal acuciantes. Tampoco el desempeño de la coalición opositora resultó eficaz para ofrecerse como alternativa legítima aun teniendo chances de alzarse con el premio mayor ante la debacle del último gobierno kirchnerista. Una interna furiosa y hasta cierto punto irresponsable, o encerrada en sí misma como lo subrayó más de un analista de opinión, no solo terminó con Juntos por el Cambio, sino que pulverizó la médula de su constitución y de los partidos que agrupaba dando origen al resguardo de porciones de poder territoriales, y a la diáspora de dirigentes integrados al gobierno o a las listas electorales de los comicios de medio término. El ejemplo más cercano, el salto a último momento de Luis Petri del partido radical a las filas de LLA, constituye un caso entre otros tantos verificados en varios distritos. Pero, a decir verdad, no se trata de fenómenos novedosos. Vale recordar el que resonó en la opinión pública veinte años atrás: el del Dr. Eduardo Lorenzo Borocotó quien fue electo diputado nacional por el PRO en 2005 y después de jurar conformó un partido unipersonal para aliarse con el kirchnerismo en el Congreso poniendo de relieve una pirueta que se instaló como tendencia, a pesar del hartazgo ciudadano.
Pero si se realiza una mirada de largo plazo, la fluidez o fuga de las dirigencias de sus partidos de origen no constituye un fenómeno sólo vinculado con el desempeño de la democracia electoral restablecida desde 1983 sino que constituye un tópico regular de la movilidad intra e interpartidaria que configuró el sistema político nacional desde fines del siglo XIX, y penetró sin grandes contratiempos en los partidos de masas en el siglo XX. Se trata de una morfología y dinámica organizativa que comprende tanto a los partidos forjados desde la sociedad civil como de los formados desde el poder o del Estado. Un esquema de partidos con o sin programas de acción política y vigorizados por líderes nacionales, provinciales y territoriales con capacidades desiguales para competir en los comicios, y acceder a cargos ejecutivos o legislativos pero compenetrados en su mayoría por el personalismo como epicentro de la disciplina o escisión partidaria. Un recordado historiador de la vida política argentina, Darío Macor, atribuyó a ese dilema la rabiosa puja facciosa que asoló a los dirigentes de la Argentina de Roca, Pellegrini y Sáenz Peña que eclipsó al partido gubernamental en las elecciones presidenciales de 1916. Otros pusieron el acento en la división entre los radicales devotos de Yrigoyen y los que observaron las prácticas políticas del legendario caudillo radical que daban marcha atrás con el federalismo y las libertades públicas en las provincias. La fluidez de las dirigencias tampoco estuvo ausente en la multiplicación de los partidos de izquierda ni en la plataforma política-electoral que eyectó a Juan Perón a la presidencia en 1946 por el voto de las multitudes hechas peronistas.
Para entonces, el hijo dilecto de la revolución de junio apeló a distintas agrupaciones partidarias provinciales consiguiendo articular a dirigentes que provenían del recién creado partido laborista, del partido conservador de Buenos Aires y otros distritos, y los procedentes de las filas de la UCR Junta Renovadora que, como en Mendoza, habían colaborado con el gobierno de los coroneles filo-fascistas mediante el ejercicio de cargos en la administración provincial y en las jefaturas municipales de Capital, Godoy Cruz y Guaymallén. Como subrayó Garzón Rogé en su estudio sobre los orígenes del peronismo mendocino, la integración de los radicales disidentes de la conducción nacional a la coalición electoral, modeló giros y prácticas en los partidos que hasta la víspera habían sido rivales vigorizando la versión provinciana de un “frente democrático”, animado especialmente por dirigentes comunistas, socialistas y demócratas quienes ajustaron viejos litigios con el fin de preservar el pacto constitucional y el lugar que la política partidaria les reservaba como políticos profesionales. Ese suelo común de convicciones dinamizó la vida pública a través de reuniones, diarios, panfletos y manifestaciones callejeras en las que resonaban estrofas de la Marsellesa. Entretanto, los discursos de dirigentes de la derecha liberal o de las izquierdas, como lo hicieron el Dr. Ángel Bustelo o el Dr. Benito Marianetti, tematizaron la “ley de hierro” de aquella hora crítica que dividía aguas entre “democracia y dictadura” o “civilización y barbarie” incitando a la ciudadanía a enlazar el presente político con la tradición liberal y reformista de Sáenz Peña, Sarmiento o Rivadavia. A su vez, la contienda electoral aumentó la distancia entre los agrupados en el Comité Provincia y los “colaboracionistas” del régimen militar, entre los que sobresalía el radical sanrafaelino Faustino Picallo, quien había hecho pie en la Municipalidad de la Capital haciéndose eco de la condena sobre la “mala política”, y promoviendo la “democracia social” y el bienestar del “pueblo”.
En los tensos meses comprendidos entre el 17 de octubre del 45 y los comicios generales que catapultaron el liderazgo de Perón, los contrastes de los estilos y formas de hacer política de unos y otros pusieron sobre el tapete las transformaciones de la cultura política provincial y nacional: el que distinguía las rutinas del partido y la militancia del comité; y el que vinculaba el “trabajo político profesional” con la gestión de beneficios y servicios sociales o recreativos que traspasaba el umbral del partido y dotaban de nuevos significados el vínculo entre política, Estado y ciudadanía. De modo que esa potente metamorfosis operada en la esfera pública haría de las hilachas del partido radical la simiente de la identidad e imaginario peronista en la provincia. Una transformación parecida a la que experimentaron las organizaciones obreras que, en la mayoría de los casos, declinaron autonomías e ideologías de izquierda para hacerse peronistas y volcarse de lleno en el campo político y electoral tras la fórmula encabezada por Perón y el radical Hortensio Quijano.
* La autora es historiadora del CONICET.