1 de septiembre de 2025 - 00:15

La bolsa de residuos

A veces lo menos pensado (por ejemplo, una frase cursi) nos invita a ver que ya es tiempo de soltar lo que está haciendo daño y abrazar a los que nos sostienen.

Entre las cosas que me enfurecen podría estar esta que me sucede ahora: recuerdo una frase cursi, boba y solemne. La recuerdo en el momento justo en que noto lo peor que puede pasarle a los que presumimos de nuestra propia aversión a las frases cursis, bobas y solemnes. La recuerdo no por azar, sino porque le estoy dando la razón a tal frase.

Pasa que vengo de reírme y de cantar de punta a punta una canción hermosa y simplona. O de tomarme con placer un café exquisito, da lo mismo. Vengo de reírme y, aunque yo sé que puedo hacerlo, no estoy seguro de que lo tenga permitido. Esa duda no está ahí, acicateándome, por nada, sino que viene dictada por la persistencia estridente de un largo luto. Una pérdida no sólo nos atenaza en la celda viscosa del dolor, sino que nos pone en la mano la llave de esa celda. Vemos que estamos dentro de ella no tanto o no sólo porque allí hemos sido arrojados por la ausencia, sino porque, además, queremos honrar esa ausencia con un dolor expresivo y notorio. El duelo.

El célebre mitólogo novohispano Juan Bautista Carrasco enumeraba, en su clásico Mitología universal: historia y explicación de las ideas religiosas (1865) algunos signos exteriores que en distintos cultos expresaban el luto. Por ejemplo, decía que “este luto venía acompañado del duelo como entre los israelitas cuando hacían trizas sus vestidos, se herían el pecho, descubrían la cabeza”, y también daba el ejemplo de lo que sucedía en la antigua Atenas, donde “la mayor prueba de dolor era cortarse el cabello sobre los sepulcros de las personas por quienes derramaban lágrimas”. Una celda de contrición, pero visible: eso es el luto, algo que tiene por objeto hacer explícita la brutal intimidad del dolor.

Decía que, en una distracción de ese duelo, canté, reí, comí y disfruté un café como si de todo eso hubieran levantado una veda. Lo hice y me di cuenta de que me encajaba una frase obvia, de almanaque, que no repito por pudor o estúpida dignidad de poeta petulante, pero que me aseguraba que esas cosas simples, esas pequeñas muestras de vitalidad cotidiana, son la mejor prueba de que la vida se abre paso aun en la celda donde sigue proyectada la sombra de la muerte.

Enojado con la verdad que puede estar inscrita incluso en palabras deslavadas, sin embargo, no me retiré al altar de la poesía decadente. No quise contradecir la cursilería ni avergonzarme más que un poco por darle crédito a las verdades cursis. No quise siquiera lamentar tanta risa, tantas canciones, la cucharada de azúcar de más al café. Quise mirar alrededor para ver todo ese mundo que seguía sucediendo a pesar del dolor, todo ese patrimonio de los que nos siguen sosteniendo callados para que el otro llore hasta que las lágrimas se sequen. No quise seguir acumulando residuos de tristeza. Así que volví a cantar la misma canción y me serví otra taza de café y me dije que era hora de sacarme el atuendo oscuro. No sólo por mí, sino también por los que me seguían sosteniendo. Y también porque la ausente, entendí, así lo habría querido.

Había restos en la celda y debían ser barridos. No debía quitar a la ausente sino al daño que dejó su ausencia. Así que me guarecí, despacio, en el refugio luminoso de las cosas cotidianas y compartidas, ya sin culpa. Me inserté en la casa, en mi propia casa, por la que últimamente había caminado como un espectro borracho que se golpea contra las esquinas del olvido. Me sumergí hasta lo más hondo en ese oxígeno vital de lo común y corriente, de lo que no advertimos. Puse la mesa, abracé, besé, reí, miré una película malísima. Y saqué la basura, claro. Quise hacerlo porque odio hacerlo. La bolsa pesada y algo rota dejó su jugo inmundo sobre el suelo en el momento en que la puse en el canasto. Ya venía el camión recolector y observé esa bolsa negra como si mereciera una despedida: necesitaba ver que nada de eso iba a quedarse con nosotros, necesitaba ver que eso que pesaba, sobraba, hedía o dolía, estaba por irse. Pero recordé entonces el poema aquel, tan breve e intenso, de Fabián Casas, en el que cuenta una extraña situación: sale también a tirar los residuos, la puerta de su departamento se cierra y él se queda afuera “sin llaves y a oscuras”. La situación lo horroriza ya que “así también podría ser la muerte: / un pasillo oscuro, / una puerta cerrada con la llave adentro, / la basura en la mano”. La bolsa, depositada en el canasto, seguía chorreando su pus urbana y el camión aún no llegaba. Pero gracias al poema, que nada de cursi tenía, preferí ya no esperarlo. Apenas lo escuché, como al acorde oscuro de un concierto de ladridos, y lo imaginé llevándose la bolsa mientras yo estaba de nuevo dentro de casa. Eso hice. Le di la espalda, como debe ser, a esos residuos de mí que debían marcharse rápido por una calle llena de pozos, de pasos, de pasado.

* El autor es periodista. [email protected]

LAS MAS LEIDAS