"Reflejos": así en el teatro como en la vida

En manos del director Ariel Blasco, la obra de Matías Feldman es un potente reflejo de cómo nos comportamos ante una decisión. ¿Somos correctos, incorrectos? Todo depende.

"Reflejos": así en el teatro como en la vida
"Reflejos": así en el teatro como en la vida

¿Qué es lo correcto?, se preguntan, una y otra vez, estos personajes al filo de una decisión. O, en el peor de los casos, en una situación límite: ¿con qué parámetros medimos qué es lo correcto? ¿La moral, la educación, los sentimientos? En torno a estos interrogantes gira “Reflejos”, el texto de

Matías Feldman

con el que

Ariel Blasco

vuelve a escena como director.

No es la primera vez que el mendocino indaga en la inquietante dramaturgia del porteño (ya lo hizo en “SchultzundBielerundSteger”, la obra que marcó su debut en la dirección); y en este nuevo trabajo, demuestra que el ‘feeling’ permanece intacto. Blasco parece interpretar a la perfección el texto de Feldman; o, mejor aún: esta obra parece escrita para él. Veamos por qué.

La historia, en apariencia, es sencilla: la muerte del subdirector de una empresa deja un puesto vacante; los postulantes son dos (Tania Casciani y Diego Quiroga) y un tercero es el que debe decidir (Manuel García Migani). De la resolución de este triángulo depende el bienestar de una cuarta persona (Eliana Borbalás). Pero en medio hay un pasado y un presente amoroso.

“Reflejos” proyecta con divertido y, a la vez, filoso realismo aquello que nos devuelve el propio espejo. Es decir, la red de egoísmos, odios, envidias y recelos que tejemos en nuestros ámbitos cotidianos; en este caso, una oficina.

En este sentido, los personajes son mucho más oscuros de lo que en verdad aparentan; incluso capaces de desencadenar una tragedia. Los extremos están representados por el siniestro e impávido personaje de Casciani: Lucrecia Morgan, una mujer sufrida, sí, pero también vengativa (el tono de voz, los gestos de la actriz, alcanzan para saberlo); y, a la vez, por el cavilante Francisco Gámez (Migani), quien se debate entre sus sentimientos y la razón y no siempre toma buenas decisiones (el actor muestra gran dominio del registro por el que navega la obra: el hiperrealismo). Porque, sabemos, la bondad y la maldad son relativas.

A los personajes de Borbalás y Quiroga (Florencia Pelaia y Federico Guzmán, que, en la obra, mantienen un romance) los mueven otros intereses: la ambición y el amor, en igual medida. Para ellos todo comienza como un melodrama centroamericano y termina en una tragedia. Quiroga compone con picardía a su galán de saco y corbata (imposta la voz, ensancha los pectorales; es todo un Narciso); y Borbalás interpreta a una ‘mujer bonita’ de pocas luces; que resulta menos convincente en los momentos dramáticos (tal vez por la propia ansiedad del estreno).

Alejandra Trigueros, en tanto, tiene breves pero significativas intervenciones (en el rol de Alicia de Gámez, la madre de Francisco). Da gusto verla en escena.

En términos de puesta, Blasco es diestro en crear mundos y en acortar los caminos para que el espectador ingrese en ellos, los explore y se vea tentado de volver. Como en la impronunciable “Schultz...”, aquí también elige un espacio no convencional (la sala Buffet, del teatro Independencia) para realizar el montaje de su obra y este es uno de los aciertos. Pues el espectador tiene la sensación de estar, ‘realmente’ en una oficina; en la cocina de un departamento o en el living de una casa (por el uso de las luces blancas y de mobiliarios como escenografía).

Pero este no es el único elemento del que el director vuelve a echar a mano. El fundido entre escenas (tomado del cine); el efecto de luces para lo sobrenatural (un guiño sutil a “El Pánico”) y la utilización de las puertas como un fuera de campo (aquello que sucede y que el espectador no ve) son los signos claros de un estilo Blasco.

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