Durante al Congreso de Coninagro David Miazzo, economista especializado en Agro habló con varios medios sobre cómo están visualizando el sector para el resto de 2025 y para el 2026.
Durante el Congreso Coninagro el economista de FADA, habló sobre la situación de las economías regionales. El caso del vino.
Durante al Congreso de Coninagro David Miazzo, economista especializado en Agro habló con varios medios sobre cómo están visualizando el sector para el resto de 2025 y para el 2026.
—¿Qué rol han tenido las cooperativas en el desarrollo regional?
—Las cooperativas han jugado un rol central en la Argentina desde hace un siglo y lo siguen cumpliendo, especialmente para los pequeños productores. Pensemos que muchas nacieron en los años ’20, ’30 o ’40 y continúan vigentes porque supieron dar respuesta a problemas estructurales: el acceso al crédito, la necesidad de ganar escala, la integración en cadenas más grandes, la posibilidad de industrializarse y agregar valor. Todo eso, en forma individual, resulta muy difícil para los productores más chicos.
Por eso vemos cooperativas a lo largo y ancho del país, pero sobre todo en aquellas provincias donde predomina un esquema de pequeñas unidades productivas, como Entre Ríos, partes de Santa Fe, Misiones o en diversas economías regionales como la vitivinicultura, la producción de peras y manzanas o los cítricos. Allí las cooperativas se vuelven un actor clave.
Su papel es fundamental porque permiten que los productores lleguen a la góndola y, muchas veces, incluso a la exportación. Un ejemplo es el caso de Colonia Liebig, con sus productores yerbateros que lograron colocar sus productos en los supermercados y hasta en mercados externos. Otro ejemplo es la Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA), que integró a cooperativas pequeñas de todo el país y hoy produce bioetanol, compitiendo de igual a igual con multinacionales del sector. Esa es, sin dudas, una de las grandes fortalezas del cooperativismo argentino.
—En el semáforo de Coninagro siempre se observan muchas actividades en amarillo o rojo...
—Ese semáforo releva 19 actividades productivas y en este momento muestra seis en rojo. Allí encontramos a la yerba mate, el vino, la papa, los cítricos, entre otras. El denominador común es que los precios de esas producciones quedaron muy rezagados frente a la inflación y los costos. ¿Por qué? Principalmente por una demanda interna debilitada, que recién en este año empezó a mostrar signos de recuperación, y por buenos niveles de oferta, gracias a una campaña climáticamente normal.
Esto, que para la soja, el maíz o la carne es positivo, para las economías regionales con foco en el mercado interno genera problemas: abundante producción combinada con un consumo deprimido significa caída de precios. Y cuando miramos la película más larga, vemos que la situación es aún más compleja.
Por ejemplo, desde 2018 el 69% de los meses el vino estuvo en rojo. En el caso de los cítricos dulces, el 72% del tiempo; en el arroz, el 62%. Esto se traduce en caída de producción: en la última década, estas actividades no lograron sostener sus niveles, sino que retrocedieron.
Las causas son varias. Una de ellas es que gran parte de estas producciones depende del mercado interno. Y si pensamos que desde 2012 la economía argentina acumula 14 años de caída del PIB per cápita, es lógico que el consumo de alimentos y bebidas de valor agregado se haya resentido. Eso repercute directamente en las economías regionales.
La otra vía de escape es la exportación. Sin embargo, en la última década la combinación de cepos, atraso cambiario y baja cantidad de acuerdos comerciales limitó esas posibilidades. Cuando nos comparamos con Chile, Australia o Nueva Zelanda, observamos que ellos acceden con mejores aranceles y acuerdos a los mismos mercados a los que nosotros intentamos entrar. Y si además sumamos que carecemos de crédito a largo plazo y de una logística competitiva, el resultado es que muchas actividades terminan acumulando meses y meses en rojo.
¿Qué necesitamos? Estabilidad macroeconómica, recuperación del salario real, un tipo de cambio competitivo y unificado, apertura de mercados internacionales acompañada de acuerdos comerciales que nos den ventajas arancelarias, crédito de largo plazo para que las cooperativas puedan invertir en plantas de escala global, y una infraestructura logística que abarate los costos de exportación. Algunas medidas son de corto plazo, pero otras requieren un proceso sostenido en el tiempo.
—¿Cómo impactan las importaciones en ese escenario?
—En primer lugar, con un tipo de cambio real muy bajo resulta casi imposible competir afuera. Pero lo mismo ocurre adentro: productos importados ingresan al país y terminan desplazando a los locales. Si a eso le sumamos que muchas economías regionales estuvieron en crisis durante los últimos años, la situación se agrava.
El problema central es que Argentina se había encarecido demasiado. Los turistas lo percibían, y lo mismo pasaba con los productos locales frente a los vecinos. El movimiento cambiario reciente alivió un poco esa situación, pero todavía falta.
— Los empresario suelen reclamar que se equipare la cancha con los importados en terminos de carga impositiva...
—Ahí aparece el eterno debate: ¿qué va primero, el huevo o la gallina? ¿Primero igualamos la cancha y después abrimos importaciones, o abrimos importaciones y después equiparamos la cancha?
Hasta ahora, el gobierno priorizó la baja de la inflación. Y en ese marco facilitó las importaciones para que los precios en góndola se estabilizaran. Es entendible, porque el problema número uno era la inflación. Sin embargo, eso deja a muchos sectores expuestos a una competencia desleal.
Desde la otra vereda, también es cierto que veníamos de una economía muy cerrada, casi sin importaciones. Y en el mundo la dinámica es otra: en Brasil entran productos argentinos y de otros países; Estados Unidos produce lo mismo que nosotros y aun así nos compra; Europa discute permanentemente el ingreso de productos agrícolas de terceros. Es parte del juego global exportar e importar.
Lo que no podemos permitir es que nuestras empresas y cooperativas compitan en un terreno inclinado en contra. Necesitan crédito, estabilidad y una carga impositiva razonable para poder hacerlo de igual a igual.
—¿Qué va a pasar con la ganadería en 2026?
—Creo que el buen momento va a continuar. Hay varios factores que lo explican. Primero, seguimos con un esquema de oferta restringida, como consecuencia indirecta de la sequía 2022-23. Esa sequía redujo el stock de madres y hoy nacen menos terneros que hace algunos años.
Al mismo tiempo, la buena disponibilidad de pasto está llevando a que la participación de hembras en la faena baje lentamente. Eso implica cierta retención y menos oferta. Además, ese mismo pasto permite recrías más largas a campo: los terneros que antes iban a engorde rápido y salían enseguida al mercado ahora tardan más, lo que también restringe la oferta.
En paralelo, los precios internacionales son muy buenos y, con la mejora del tipo de cambio real, las exportaciones empezaron a traccionar. Algo que no había ocurrido en el primer semestre. A esto se suma un mercado interno que recuperó algo de poder adquisitivo y volvió a los 50 kilos per cápita de consumo.
Con menos oferta, demanda externa firme y una demanda interna que deja de ser tan débil, se configura un escenario de precios relativamente buenos hacia adelante. Claro que algunos eslabones, como el engorde a corral, enfrentan un desafío: hoy el ternero es caro por la relación oferta-demanda y, con el nuevo tipo de cambio, el maíz también se encarece. Eso tensiona la ecuación. Pero en términos generales, el panorama para la ganadería es positivo de cara a 2026.