A un par de meses de alcanzar la octava década de vida, que te llamen de un diario mendocino en el que trabajé hace más de 40 años es, al menos, sorprendente. Mas, el que llama es un colega y, por encima de todo, un amigo. No hay forma de soslayarlo. Avanti, sempre avanti. La propuesta es requerir mi opinión sobre el periodismo de entonces (esa es la parte sencilla) vs. (y acá empieza a complicarse) los tiempos modernos. En el viejo oficio. Cuánto más sencillo hubiera sido desmenuzar la vieja película de Chaplin.
Es que no hablamos de épocas diferentes. Lo hacemos de conceptos distintos. Allá lejos aprendimos que volanta, título, bajada y copete sobre la vieja pirámide invertida era la manera adecuada de tratar la información, culminando con los detalles mínimos. Estaba en los manuales de estilo de los principales periódicos del mundo y eso incluía, por ejemplo a La Nación en el país y a Los Andes y Mendoza acá al pie de los cerros.
Sin poder precisar el instante, algo se modificó. Y no hablo del formato sobre el papel o los nuevos modos de anoticiar a los lectores. De golpe y a veces a porrazos, se convirtieron en clientes. Para conseguirlos, todo servía. Lo que fuera sana y hasta divertida competencia entre medios (y sus escribas) pasó a ser una lucha, al margen de la Convención de Ginebra. Todo era útil si servía para primerear al contrario. Y esto, con todo el color gris que lo empaña, no fue lo peor. Sin poder precisar el instante, algo se modificó. Y no hablo del formato sobre el papel o los nuevos modos de anoticiar a los lectores. De golpe y a veces a porrazos, se convirtieron en clientes. Para conseguirlos, todo servía. Lo que fuera sana y hasta divertida competencia entre medios (y sus escribas) pasó a ser una lucha, al margen de la Convención de Ginebra. Todo era útil si servía para primerear al contrario. Y esto, con todo el color gris que lo empaña, no fue lo peor.
Es que la noticia –o sea, la verdad-, dejó de ser lo más importante. Y entramos en un tobogán engrasado. Los programas de chimentos pasaron a ser el moderno paradigma. Caímos desde las alturas de Rodolfo Walsh al nivel de Lucho Avilés. Peor aún. Comenzaron a aparecer términos como ensobrados, periodismo militante y puntos similares que se ensañaron con algo tan simple y elemental como es la ética profesional.
Cada día, un noticiario, un programa de opinión y hasta simples y, en cierta medida, “inocentes” comentarios pasaban a ser palabra sacra de estos cuasi templarios con espadas que, siempre, tenían doble filo. Un ejemplo muy conocido y hasta banal que anegó las mesas familiares y se difundió con la velocidad de una pandemia: “La gente dice que el cajón estaba vacío”, en referencia a la muerte de un expresidente de la Nación, hace poco menos de 15 años.
Las referencias sobre casos similares no escasean, por cierto. Y son repetidas como verdades bíblicas en una era en la que algo tan simple como bucear en el tema para confirmarlo no es necesario. Entonces, y acá volvemos a la llamada de mi joven colega, no es el “periodismo” que me interesa y en el que siempre creí. Empecé muy joven, mi primera credencial del viejo y añorado El Tiempo de Cuyo la tuve a los 17. La última, cuando las fuerzas del orden nos expulsaron del Diario Mendoza. Pero necesito la verdad como herramienta fundamental para ejercer una profesión tan digna.