19 de marzo de 2018 - 00:00

Si queremos la paz - Por Héctor Ghiretti

Las noticias sobre el ARA San Juan parecen seguir el curso final del buque. Van descendiendo de los titulares, de los portales de noticias, de las redes sociales. Se hunden, pierden visibilidad, desaparecen.

Las tragedias son soportables si se acaban en algún momento, si tienen un desenlace. La mayoría busca el alivio, la vida sigue su curso. La tragedia sólo permanece entre los deudos y los responsables.

El caso del ARA San Juan nos ha mostrado violentamente algo ignorado, complejo, oscuro. Un buque de guerra es un ingenio diseñado para causar daño a un agresor y minimizar la destrucción que éste pudiera infligir. El hecho de que (hasta donde sabemos) el naufragio aconteciera en el curso una misión rutinaria -es decir, fuera de una situación de combate- agrega gravedad al incidente.

No es lo mismo que se produzca una catástrofe por causas imposibles de prevenir o por el riesgo propio de la actividad a que sea por desidia, negligencia o corrupción: llámese Cromagnon, Once o ARA San Juan.

El hundimiento del buque de la Armada parece deberse a causas concurrentes en las que se combinan la desfinanciación masiva de las Fuerzas Armadas y la posible comisión de ilícitos.

Resulta necesario encuadrar el análisis del caso en un escenario mucho más amplio que el de las discusiones técnicas. Además de lamentar el suceso, pedir por las almas de los difuntos, determinar las causas y castigar a los posibles responsables, también podemos aprender mucho.

Fuerzas desarmadas

A mediados de los ochenta la Argentina no tuvo más remedio que enfrentarse a un desafío de primer orden: neutralizar de una vez y para siempre la capacidad de intervención de las Fuerzas Armadas en política. La vida institucional del país durante el medio siglo anterior se vio continuamente alterada e interrumpida por asonadas militares apoyadas por civiles.

Decimos que no tuvo más remedio porque el gobierno militar de 1976 escaló sustancialmente su desafío a la ley y las instituciones, desencadenando una represión ilegal a gran escala e incurriendo así en la comisión sistemática de crímenes de Estado.

La solución fue la desactivación operativa de las Fuerzas Armadas, su reducción a un apéndice burocrático sin misión ni sentido propio, desprovisto de funcionalidad, obligado a mendigar recursos del Estado para pagar sueldos. Lo inició Alfonsín, lo concluyó Menem.

Como suele decirse, junto con el agua sucia del baño también se tiró al niño. Este proceso de erosión institucional fue celebrado tanto a izquierda como -paradójicamente- a derecha.

Para los sectores de izquierda las Fuerzas Armadas no sólo eran el cerebro y brazo ejecutor de la represión que había diezmado sus filas. Su desactivación constituía la remoción del custodio armado del orden establecido, del capital y los poderes fácticos, el principal obstáculo que se oponía al progreso social y la emancipación de los pueblos. Muchos fantasearon entonces con la creación de una milicia popular que las sustituyera.

Para los sectores de la derecha liberal suponía un sustancial ahorro en las arcas del Estado, la supresión de una institución inútil que sólo causaba tremendos gastos. Una enorme estructura burocrática dependiente del Estado que impedía el desarrollo del Mercado como factor espontáneo de racionalidad social.

Desafortunadamente, no sobrevino la aurora socialista de los pueblos ni el paraíso de la libre empresa. Ni las ilusiones de izquierda ni las de derecha se realizaron. La izquierda ha descubierto tardíamente la geopolítica, el aprecio por la política de fuerza en el plano internacional. La derecha tuvo que reconocer que la historia no se terminaba con la hegemonía de la democracia liberal y el capitalismo.

Política de indefensión

Esos argumentos obsoletos se combinan y reciclan hoy en otro: ¿cómo es posible que un país que tiene un 30 % de pobres pueda disponer de unas Fuerzas Armadas modernas y eficaces?

Una política de defensa no es una especie de proyecto suntuoso de naciones opulentas que destinan sus excedentes a la compra y mantenimiento de sistemas de armas, tropas y material logístico. Es una necesidad, un recurso elemental de protección. Es preciso disponer de una fuerza defensiva y disuasoria: lujo sería lo contrario. "Aquel que desee la paz -afirmaba el romano Vegecio- debe prepararse para la guerra".

Nuestro país posee un gran espacio aéreo/territorio/subsuelo dotado de abundantes recursos humanos y naturales, rodeado por extensas fronteras difíciles de custodiar y un vasto litoral marítimo. Puede que esté lejos de los centros de conflicto, pero no se encuentra a salvo de amenazas ni de agresiones.

Una política de defensa requiere una orientación básica: ¿cuáles son los agresores potenciales? Es lo que se denomina hipótesis de conflicto. Durante mucho tiempo la Argentina y otros países de la región se manejaron con supuestos de confrontaciones armadas con los vecinos. Afortunadamente, estas hipótesis han sido progresivamente abandonadas y se han vuelto raras en América Latina.

Los procesos de integración continental (que no han tenido ni la intensidad ni el ritmo deseados) obligan a la reformulación de políticas en común, a la articulación con los países de la región en una línea de acción compartida.

Las amenazas actuales y potenciales han mutado y se han vuelto más complejas. Día a día defensa y seguridad se vuelven ámbitos de acción del Estado (externo e interno, respectivamente) cada vez más difíciles de distinguir.

Antipolítica exterior

La política de defensa necesita una herramienta eficaz: Fuerzas Armadas. Pero además es preciso que a su vez reciba directivas que permitan identificar intereses nacionales y regionales, posicionarse en un mundo interconectado y complejo pero también hostil, distinguir aliados y enemigos: una política exterior.

Desde la liquidación del Imperio Británico, después de la Segunda Guerra Mundial, la Argentina siguió un curso errático en su política exterior. No es que la subordinación a la política inglesa fuera buena para los intereses del país, pero al menos tuvo una continuidad.

Desde 1983, año de restauración de la democracia, la Argentina pasó por la  alineación con los No Alineados (no es broma) y una tímida orientación hacia Europa, las ultrajantes "relaciones carnales" con los EEUU en tiempos de Menem y la vergonzosa diplomacia basura de los Kirchner.

En todo ese período, la estrella polar de lo que debería ser una política exterior sólida y continuada -la integración regional- sólo ha aparecido de forma intermitente, ocultando con retórica nuestras miserias y las de nuestros vecinos.

El gobierno actual parece dispuesto a dar otro violento golpe de timón, prolongando el despiste, postergando lo principal. Séneca -otro romano- vio clara la situación en la que nos encontramos: "todos los vientos son contrarios para quien no sabe adónde va".

LAS MAS LEIDAS