En la última sesión pública de la Academia Nacional de la Historia, se realizó la entrega de distinciones a los jóvenes graduados de las universidades públicas y privadas que obtuvieron los mejores promedios en sus carreras. Se trata de una ceremonia especial que tiene como escenario el magnífico recinto del antiguo Congreso nacional donde los padres fundadores de la Argentina republicana protagonizaron debates legislativos cruciales. Quien conoce su historia y observa la reja de ingreso, el estrado, sillones y galerías vivifica a su modo las voces de los grandes constructores de la Nación y de los que llegaban de las provincias. Los jóvenes graduados asisten con sus familiares y amigos porque se trata de una fiesta que permite celebrar y proyectar la continuidad de un saber milenario que sacude cada tanto sus métodos para conocer e interpretar el mundo de nuestros antepasados. Una vez que el presidente de la institución abre la sesión, cede la palabra a quien debe brindar una conferencia acorde con la ocasión.
Por lo general las palabras que los historiadores o historiadoras dirigen a quienes han culminado el ciclo de formación e inician otro para hacer de los saberes adquiridos en las aulas universitarias su profesión, traen a colación los desafíos que enfrenta hacer y enseñar historia por la sencilla razón que el pasado vive en el presente. En otras palabras, y como subrayó José Luis Romero, el pasado no es algo muerto, sino que es la única realidad que tenemos en virtud que “el futuro es sólo una realidad virtual”. De modo que estudiar el pasado supone embarcarse en una empresa fascinante y desafiante a la vez porque, como destaca José E. Burucúa, se trata de un saber basado en experiencias humanas verificables, arbitrado entre la singularidad y la generalización, entre determinación y accidente, y ajeno a la predicción. Una ciencia peculiar ubicada en la frontera del discurso, que combina lo veraz con la imaginación histórica, regida por reglas racionales del conocimiento deductivo y fundada en la materialidad del documento o toda huella o vestigio humano porque el pasado es irrepetible e imposible de replicar en laboratorios. Una operación intelectual parecida a un viaje o proceso de extrañamiento, como dijo Carlo Ginzburg. Un viaje al pasado que se asemeja a la aventura de explorar un país desconocido que demanda o exige tomar recaudos a la hora de controlar el que, tal vez, sea el principal riesgo del oficio: el del anacronismo, es decir, someter a los hombres y mujeres del pasado a las anteojeras del presente. Algo parecido recomendó Collingwood: quien se proponga bucear el pasado debe ponerse en los “zapatos de los actores”
Se trata de recomendaciones semejantes al de muchos otros maestros del arte de historiar las ideas, la política, la cultura, la economía, la sociedad criolla y la aluvial o plural, o la Argentina del pasado reciente, ese concepto esquivo en la que la empatía y el presentismo contemporáneo suelen ofrecer interpretaciones equívocas. Natalie Z. Davis, una historiadora pionera “de los abajo” y de las mujeres, lo expresó del siguiente modo: “Estoy convencida de que presentar a las y los actores históricos como héroes/heroínas o como víctimas es especialmente desafortunado en el caso de las mujeres, ya que conduce al pensamiento clisé. Hay que buscar la evidencia, hay que buscar los conflictos y las resoluciones. En definitiva, hay que buscar la historia”.
Aun así, Hilda Sabato ha destacado que las formas de hacer historia han cambiado no sólo porque los temas y enfoques se han multiplicado sino por el cambio de actitud del historiador frente a su objeto. En particular, ante las historias de los olvidados, dominados o invisibilizados en los que gravita una relación vital con el pasado historiado. Un rasgo del quehacer historiográfico contemporáneo que no es solo argentino, sino que resulta de lo que se ha dado en llamar la “explosión memorial”, esto es, la proliferación de memorias sociales muchas veces refractarias de discursos o narrativas uniformes o compactas que suelen ser refutadas por relatos que aspiran a quebrar el canon, y hacen de la historia crítica o pública una vidriera de disconformidad o cancelación. Estamos pues ante un escenario inquieto en el que la pluralidad no sólo remite a la diversificación temática, ni tampoco atañe a los supuestos implícitos o explícitos que integran la caja de herramientas del historiador; dicha pluralidad expresa también tensiones en torno a la misión de la historia en la construcción de un saber especifico relativamente autónomo o diferente del generado desde otros espacios de intervención pública sobre el pasado. Un momento desafiante que involucra las formas de enseñarla y el impacto de la era digital en la multiplicación de difusión de contenidos y relatos históricos. Un proceso del que somos testigos e irá en aumento por los cambios tecnológicos, aunque no debería perder de vista que la producción audiovisual deberá no perder de vista la evidencia y encontrar la manera de insertar el equivalente de las notas a pie de página.
Aunque hay gente que pone en duda su “utilidad” frente a otras ciencias, la historia como saber sigue concitando interés y desatando pasiones. No solo en el país que vivimos crispado por los usos políticos del pasado de hoy o los de ayer, sino porque involucra el interés de los curiosos, de los nostálgicos, de los especialistas y de los que aspiran a entender el mundo que viven y de sus múltiples causas u orígenes. He allí una de las razones que explican la vigencia de la legendaria Clío, aunque su valoración no es de ningún modo ajena a la forma escogida por sus cultores para comunicar los resultados de sus pesquisas. Y si bien los mismos destacan el canal habitual de las clases como instancia democratizadora por excelencia de cualquier saber experto, y en publicaciones diversas, la divulgación histórica no debería olvidar el registro de escritura escogido y practicado de las historias o relatos que se pretenden narrar. Un ejercicio también fatigoso, metódico y creativo donde se cuelan las decisiones de los historiadores a la hora de enhebrar e interpretar los testimonios, fotos, mapas y anotaciones que pueblan sus mesas de trabajo con el plan de lecturas libres y especializadas que imantan sus búsquedas a los efectos de enlazarlos en un relato que sea capaz de ensamblar arte, ciencia y narración. Una forma de hacer historia despojada de pedagogías cívicas o militantes, y que preserva el territorio del historiador la atractiva y difícil operación intelectual y artesanal de utilizar testimonios indirectos para restituir, probar y narrar uno de los pasados posibles.
La autora es académica de Número de la Academia Nacional de la Historia.