16 de octubre de 2025 - 00:10

La ciudad se habla encima

Las ciudades son organismos vivos, no proyectos terminados. Mendoza, aun con sus heridas, conserva la posibilidad de volver a pensarse sin tanto maquillaje, sin tanta cartelería a los gritos. Quizás —en la creatividad que todavía nos queda— la ciudad pueda dejar de hablarse encima y empezar a decir algo.

Jane Jacobs (1916-2006) no fue arquitecta ni urbanista profesional. Fue una periodista y activista que, allá por la década del 60, publicó Muerte y vida de las grandes ciudades —un libro que todavía incomoda a más de un planificador con exceso de PowerPoint—. Su idea fue simple: observar la vida cotidiana. Una apuesta a mirar las calles desde la vereda y no desde el dron. Cuando en Nueva York quisieron atravesar barrios como Greenwich Village con autopistas gigantes, fue ella quien salió a la calle con los vecinos para frenarlo. No escribió teorías, escribió resistencia. Su revolución fue poner el oído y el cuerpo en los barrios, entender que las ciudades viven gracias a la gente que las camina, las conversa y las imagina. Más de seis décadas después, seguimos aprendiendo —o intentando recordar— que no hay urbanismo posible sin humanidad.

Silencio

Vivimos en un paisaje que perdió el pudor del silencio. Las calles se llenan de carteles, tipografías voraces que compiten como si fueran participantes de un reality berreta (como la mayoría de los realities), gigantografías que gritan sin decir nada. La contaminación visual es la versión urbana del ruido blanco: mezcla de ansiedad, mercado y mal gusto. Mendoza, con una luz espléndida y su escala aún amable, podría ser un ejemplo de equilibrio. Pero incluso aquí, esa manía de “decirlo todo” amenaza con volver ilegible el paisaje; tanto que se invisibiliza el mensaje. Y una ciudad ilegible, decía Jacobs, es una ciudad que deja de pensarse.

Un poco de aire, por favor

El silencio también es infraestructura. No figura en los presupuestos, no inaugura obras ni corta cintas, pero es lo que permite que la ciudad respire. Entre tránsito, bocina y pantalla, convendría ensayar un tiempo de pausa. No hablamos de apagarlo todo, quizás por ahí sería bueno recuperar el ritmo humano: esa síntesis sutil entre el bullicio y el descanso que hace que una ciudad sea vivible. Los lugares que no se detienen terminan por no escuchar a nadie. Y si no escuchamos, difícilmente podremos crear. Es como los silencios de una canción: si no están, no hay lugar para respirar.

Un deporte extremo: caminar

Una ciudad debería apostar decididamente por sus calles peatonales. No solo como un gesto turístico de fin de semana. Caminar no puede ser un acto heroico entre conductores ansiosos por buscar los chicos al colegio, ni un deporte extremo entre motos, monopatines y bicicletas. Cada metro ganado a la velocidad es un metro recuperado para el encuentro. Peatonalizar no pretende clausurar, sino abrir: abrir al juego, al paseo, a la charla tranquila, a la improvisación. La vereda, decía Jacobs, es el escenario de la vida pública.

La ciudad invisible

Hay otra forma de contaminación menos visible que la basura o el smog: la indiferencia estética. Fachadas de tres estilos en un mismo edificio, marquesinas que parecen competir por un premio al exceso, medianeras que ni el tiempo logra ponerle algo de mística. La ciudad que se habla encima también se tapa a sí misma. Mendoza —que alguna vez supo pensar su traza como un modelo de convivencia entre agua, sombra y comunidad— parece olvidar que el diseño no es lujo: es cuidado . El arte y la creatividad no son adornos, son instrumentos para entendernos, para encontrar una belleza compartida en lo cotidiano.

Tiempo de la escala humana

No todo está perdido. A pesar de la prisa, el desinterés o la especulación, Mendoza sigue siendo una ciudad donde aún se puede mirar la cordillera sin toparse con una muralla. Donde los árboles, por ahora, ganan por puntos. Donde aún se puede reconocer agua en las acequias. Pensar en la ciudad hoy es, justamente, pensar que todavía estamos a tiempo. A tiempo de no perder la escala humana, de no vender cada metro cuadrado al mejor postor, de no convertir la vida pública en un trámite de voracidad inmobiliaria.

Creatividad o barbarie

La creatividad urbana no se mide por la moda del muralismo serial, ni por los festivales que figuran en la agenda; se potencia por la capacidad de imaginar otra convivencia posible. La arquitectura, el arte, el diseño y la cultura son los motores que pueden reconciliar a la ciudad con su propia historia. Porque una ciudad sin imaginación termina siendo un archivo de lo que pudo haber sido.

Jacobs desconfiaba de los grandes planes cerrados, y tenía razón : las ciudades son organismos vivos, no proyectos terminados. Mendoza, aun con sus heridas, conserva la posibilidad de volver a pensarse sin tanto maquillaje, sin tanta cartelería a los gritos. La inteligencia urbana no está en los sensores con IA; está en la sensibilidad. En ese espacio entre lo que se ve y lo que se escucha, entre el silencio y la palabra, entre el hacer y el imaginar.

Quizás —en la creatividad que todavía nos queda— la ciudad pueda dejar de hablarse encima y empezar a decir algo.

* El autor es director de Film Andes.

LAS MAS LEIDAS