9 de octubre de 2025 - 00:15

Pensar la ciudad en la ciudad

El futuro urbano que nos interesa pensar no es el de las castas habitando sus propios barrios (o universidades) detrás de muros, sino el de la convivencia entre diferencias.

“La ciudad no es una app”

Si uno escuchara con atención a algún gurú de la innovación, podría creer que la ciudad del futuro será apenas una versión 15.0 de un software descargable. “Smart”, “digital”, “meta”, “self-tracking”, “wearable”… palabras que se repiten como mantras tech. Y, sin embargo, como recuerda Lucía Bellocchio en sus Ciudades de Futuro (El Ateneo 2023), lo urbano no puede reducirse a un tablero de control ni a un mapa de datos. Una ciudad no es infografía animada: es memoria, conflicto, belleza, injusticia, encuentro. Es, sobre todo, vida humana organizada en una trama que nunca cabe en un algoritmo.

Alex McDowell, diseñador de mundos, insiste en que imaginar escenarios futuros es ensayar ficciones posibles. Lo urbano también necesita de ese ejercicio: narrar hipótesis, sin vender tantas certezas. La tentación tecnológica promete un porvenir lineal: si todo se conecta, todo funcionará. Pero la ciudad real es otra cosa: se contradice, se traba, se desborda. Pensar la ciudad y pensar EN la ciudad es ensayar un relato colectivo, abierto, con fisuras, capaz de sostener tanto el negocio como el ocio, tanto la planificación como la sorpresa.

Lejos del Lego

La escala humana es esa medida invisible que define si un espacio es habitable o apenas un render para catálogos inmobiliarios. Las ciudades del futuro que nos propone imaginar Bellocchio vuelven una y otra vez a esa idea: necesitamos calles para caminar, plazas para demorarse, veredas anchas donde aún quepa la charla. Frente a la obsesión por el dron, el robot y la aplicación, la escala humana es radicalmente subversiva: significa reconocer que el tiempo de un café compartido, de un juego infantil, de una función de teatro o de una muestra, valen más que decenas de sensores distribuidos en luminarias inteligentes.

Las urbes modernas suelen devorar su propio tiempo. Todo parece diseñado para acelerar: traslados, trámites, transacciones. Pero la ciudad no puede ser solo un tránsito: debe ser también permanencia. McDowell sugiere que imaginar el futuro es, al mismo tiempo, intervenir en la memoria. Una ciudad que cuida poco su historia, que arrasa sus edificios, que olvida sus relatos, está condenada a reproducir su presente banal. Pensar la ciudad y EN la ciudad, implica reconciliarla con su tiempo, habilitar ritmos lentos y espacios de contemplación.

“No todo es shopping”

La ecuación simplista de “ocio igual consumo” empobrece la experiencia urbana. Necesitamos ciudades donde el disfrute y la emoción no dependan exclusivamente de la tarjeta de crédito. Espacios públicos cuidados, centros culturales abiertos, galerías accesibles, festivales. La ciudad puede y debe habilitar el negocio, pero no puede solo estar obsesionado en ello. El capital tiene que estar al servicio de la gente, y no al revés. La economía urbana del futuro no será la de los edificios corporativos sino la de los ecosistemas sostenibles, donde el consumo sea consciente y donde el lucro no devore la convivencia. Los discursos de marketing suelen hablar de inclusión como si se tratara de un complemento premium que puede activarse con un clic. La ciudad, en cambio, o es inclusiva o no es ciudad. El futuro urbano que nos interesa pensar no es el de las castas habitando sus propios barrios (o universidades) detrás de muros, sino el de la convivencia entre diferencias. Inclusión como estructura: accesibilidad, vivienda, transporte, cultura. Lugares donde nadie quede afuera, donde la calle sea de todos y no un decorado de Durlock.

“Sustentabilidad”

La palabra “sustentable” corre el riesgo de volverse un hashtag vacío, un barniz aplicado sobre los mismos modelos de siempre. Pero la ciudad del futuro no puede permitirse esa trampa. Como subraya Bellocchio, lo ambiental es una condición de posibilidad: sin aire respirable, sin agua limpia, sin sombra, no hay vida urbana posible. Pensar la ciudad es asumir esa verdad incómoda: la sustentabilidad no es marketing, es supervivencia.

Podría sonar banal, pero imaginar la ciudad también significa recuperar la dimensión festiva de lo común. Una ciudad no se mide por la cantidad de cámaras de seguridad ni por el ancho de sus colectoras, se mide también por la calidad de sus celebraciones colectivas. Una peatonal animada, un recital al aire libre, unos mates en el parque: esos son los instantes que vuelven memorable un lugar. El futuro urbano, más que en el metaverso, está en la posibilidad de encontrarnos cara a cara, de compartir la calle.

“Pensar, luego crear”

Quizá lo más urgente sea detenerse a pensar antes de hacer. O, mejor dicho, pensar mientras hacemos. Porque la ciudad no es un proyecto cerrado; es un laboratorio vivo. Sin caer en la nostalgia que avejenta o en la tecno utopía de los que se la saben todas, crear una ciudad consciente de su historia y de sus promesas, capaz de usar la tecnología sin volverse esclavos, dispuesta a generar riqueza sin excluir a quienes la producen. Mas allá del plan de bacheo o la pintura de sendas peatonales.

Bellocchio y McDowell coinciden en un punto: el futuro no está escrito, se diseña en presente. Cada calle, cada esquina, cada plaza es un ensayo colectivo. No hay modelo único ni manual definitivo: solo la voluntad de habitar con sentido, de construir con escala humana y de sostener la cultura como columna vertebral.

Y aquí de nuevo la creatividad: esa conexión improbable, ese recurso inagotable que nos permite reimaginar lo urbano una y otra vez. Pensar en la ciudad es, pensarnos a nosotros mismos como creadores. Todo está por imaginarse, diseñarse y hacerse. La ciudad seguirá inacabada, y en esa inacabada creatividad radica su posibilidad de futuro.

* El autor es presidente de FilmAndes.

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