Mi amigo Sergio me recomendó un libro: “Ciencia ficción capitalista”, de Michel Nieva (Anagrama 2024). Lo dijo con la misma convicción con la que uno recomienda un vino o una serie que promete. “Tenés que leerlo —me dijo— porque ahí está todo: Musk, Bezos, Zuckerberg, y el resto de los muchachos que quieren salvarnos del fin del mundo”.
   
  Los ricos sueñan en 4K
   Nieva basa su argumento en que los nuevos multimillonarios de la tecnología han tomado la ciencia ficción como manual de instrucciones. No se conforman con imaginar mundos posibles: quieren comprarlos, y vender tickets para visitarlos.
 
  Elon Musk sueña con Marte, Jeff Bezos con mudarse al espacio, Zuckerberg con meternos a todos en un metaverso que, curiosamente, se parece mucho a un shopping.
   
  El capitalismo encontró su nueva utopía: la fuga.
  El viejo “sálvese quien pueda” ahora es con cohetes reutilizables y cascos de realidad virtual.
 Nosotros, los terrícolas
   Desde acá, lejos de Silicon Valley, el fin del mundo tiene otro ritmo (tal vez porque vivimos en el fin del mundo).
  Acá los fines del mundo se reparten en 24 cuotas. Mientras ellos planifican colonias espaciales, nosotros seguimos buscando wifi. Y en esa diferencia está, creo, algo profundamente humano: la calma de seguir haciendo, incluso cuando el futuro parece un invento de marketing.
 Sin presupuesto
  Este autor tiene una idea brillante: dice que la ciencia ficción no es sólo un género literario, sino un discurso político sobre la tecnología.
 Cada robot, cada viaje interplanetario, cada gemelo digital, es también una metáfora del poder.
 Y lo que él llama “ciencia ficción capitalista” no es otra cosa que el modo en que el capitalismo vende su propio relato heroico: el millonario como explorador, el algoritmo como oráculo, la empresa como nueva religión.
  Si el siglo XX soñó con utopías colectivas, el XXI nos propone una utopía privada con delivery premium.
 El mercado de los futuros
   Los futuros cotizan. Hay quienes invierten en inteligencia artificial, en inmortalidad, en chips cerebrales. Otros apostamos por el café y las conversaciones cara a cara, que son tecnologías más lentas, pero más confiables.
  El capitalismo aprendió a convertir cada posibilidad en una mercancía, incluso el porvenir.
 Y mientras muchos diseñan su porvenir dorado, algunos intentamos inventar nuevas narrativas: relatos más pequeños, más imperfectos -sin tanto “storytelling”-, más propios.
 La épica de lo cotidiano
  En medio de tanta distopía global, hay algo de adrenalina en seguir disfrutando de lo que nos toca vivir.
 Regar el pasto, juntarse a comer con amigos, perder el tiempo sin culpa: esas pequeñas cosas son actos de resistencia frente a la urgencia apocalíptica.
  No se trata de negar el desastre, sino de negarnos a vivir en su tempo. La ciencia ficción capitalista nos vende la inmediatez de escapar.
   Nosotros podemos, en cambio, practicar el arte de quedarnos, de habitar el presente como si fuera el último, pero sin pánico.
 La creatividad nuevamente
   Este libro relata como los multimillonarios se creen los nuevos dioses del futuro. Por esta parte, preferimos pensar que la salvación, si la hay, está en otro lugar: en la creatividad, la cultura y la relación con el otro.
 No vamos a colonizar Marte, pero podemos construir mundos propios cada día. Un dibujo, una canción, una charla en el bar son formas de terraformar la realidad.
 No hay que tener una nave espacial para cambiar el rumbo: basta con imaginarlo distinto.
   K.I.S.S.
  Tal vez ser críticos no sea suficiente; tal vez haya que volver a ser ingenuos.
 No boludamente ingenuos. Apostar por creer que algo de todo esto, la vida, el arte, la amistad, tienen sentido.
  Mientras los ricos planean su éxodo estelar, nosotros seguimos mirando el cielo desde el mismo patio, con un vinardo compartido y una mezcla de asombro y sospecha.
 Tratando de entender más y escapar menos.
 Y en ese gesto simple encontrar una forma secreta de redención.
   No tan lejos
  Después de leer este libro, uno entiende que la ciencia ficción no está allá afuera, en los laboratorios de California, sino acá mismo, en este intento diario por inventar sentido en medio del caos.
  A lo mejor la verdadera revolución sea imaginar sin presupuesto, vivir sin sponsors, crear sin tanto pedir permiso.
 Los multimillonarios podrán comprarse planetas, todavía por estos lares, tenemos algo que no se entiende del todo:
 la imaginación compartida.
 Y si de salvarse del final del mundo se trata, quizás no haga falta irse tan lejos.
 * El autor es presidente de FilmAndes.