1884: las políticas hídricas, Mendoza y un proyecto

Un 16 de diciembre de 1884 se agregaba una icónica página a la historia provincial con la sanción de su ley de aguas, en la cual confluyeron proyectos intelectuales y prácticas centenarias. A continuación, una conmemoración desde la narrativa.

Cauce con agua de pozo para riego. Foto: José Gutiérrez / Los Andes
Cauce con agua de pozo para riego. Foto: José Gutiérrez / Los Andes

“El sopor de esa noche sin brisa pero con mosquitos, vaticinio de los primeros calores de octubre, no ayudaba en absoluto a aliviar el dolor cincelado en las sienes del trasnochado relator. Manuel se acodaba sobre el mesón de trabajo en el que se apilaba el manuscrito, al calor molesto de la lámpara cercana, mientras miraba de soslayo la ventana del cuarto que le servía de escritorio, apeteciendo el viejo sillón que, enmarcado por los postigos, yacía arrinconado al lado de jazmín, al final de la galería exterior, y en el cual solía echarse a leer las novedades traídas por los carros, mientras fumaba.

“Pero los deberes se imponían. La insistencia de Don Rufino lo atenaceaba. ¡Y cómo se ponía el gobernador! La muchacha de trenzas negras que hacía el servicio de la casa se sobresaltaba tras los chasquidos de manos que el gobernador alternaba con las chupadas al mate de plata peruana, vociferando las apuradas exigencias. Colaboradores y ministros tragaban bilis y gestaban canas precoces, ante el carácter que trascendía con creces la, de por sí, inflamada fama de épica cuartelera que rememoraba malones e historias de frontera.

“El encargo era honroso aunque complejo. Si no ligaba un tiro de rémington, recibiría fuertes apretones de manos. O quizás ambos. Acá no había medias tintas. Los montaraces vecinos y sus surcos no perdonarían deslices en sus bolsas y sus vidas. La redacción de una ley de aguas para esta ciudad del desierto, ni más ni menos.

“Los propietarios y sus acequias… Los pensamientos rumiaban en la cabeza abombada del noctámbulo escribiente, que en los últimos días hacía uso de la licencia para comer, apurado, la vianda frugal que le acercaran al desorden de libros, cartas y documentos oficiales que lo rodeaban. Los propietarios y sus acequias…. La imaginación lo paseaba, y, a estas alturas, lo arrastraba lejos, abstraído por el cansancio y la copa de oporto que se alineaba con la pluma, a la diestra del folio.

“La ensoñación le trajo el recuerdo del poblado hidalgo, la génesis. El conjunto infinito de acequias, que, en el plano del desierto, asemejaba un serpentario de agua, el logro de la milenaria destreza millcayac, la titánica red de riego que contenía, dentro del límite de sus dominios, esta otra dimensión, la del pueblo y el escritorio cuyo candil reflejaba su rostro ojeroso.

“Y rememoraba las crónicas de la mancha vergonzante en la historia de la ciudad, las que le fueran contadas por su amigo, el fraile díscolo, durante las conversaciones a la vera del huerto del convento, secretos a voces sabidos que el religioso zumbaba a su oído de muchacho, mientras tallaba, paciente, los injertos con la filosa navaja en las primorosas ramas. Se le arremolinaban, como girando en derredor de su frente de pelos desordenados, los arcaicos testimonios orales de la conquista del espacio, el cual, pretextando supuestas cesiones espontáneas, había terminado en manos de los viejos encomenderos, por vía de sombríos protocolos del escribano del Cabildo.

“Las semblanzas lo llevaron por otros paseos, más apacibles, los de su infancia. Recordaba a los mayores en los largos contertulios familiares, al calor del comedor de oscuros y pesados muebles, donde yacía la fuente de empanadas, el postre de natas y las rememoranzas de propios y ajenos. Lo envolvió, mezclado al punzante olor de la tinta fresca de su manuscrito, ese otro olor, el de los naranjos del segundo traspatio, el de las baldosas rojo pálido que transmitían el fresco a sus pies descalzos de niño. Y mezcladas al recuerdo, las anécdotas mil veces repetidas en las voces añorantes de los viejos de ojos idos, las acequias de piedra surcando esas otras aldeas, las del terruño ultramarino de niñeces lejanas, las disputas por los pozos y las broncas centenarias, allá en el continente viejo. Reminiscencias de fincas y las chacras mil veces replicadas acá, en esta noche cerrada, tras los confines del traspatio resonante de grillos.

“El viaje de su memoria lo transportó, también, a otras caras más agrias, las desposeídas del bucólico romance, las de las rencillas y los duelos de las cercanas disputas, las que a comienzos del siglo habían alzado las voces de los disconformes y acallados por el imperio, para trashumarlas pronto en otras luchas, en otros intereses, y en otros botines… y el agua, el mayor de todos en estos arenales. Guerras viejas de traje renovado.

“Y lo solicitado. La ley de su reparto. Contentar a todos, al jefe, a sus aliados, a los nuevos cataclismos que bregaban por pilotear la nave gubernativa, a los antecedentes, contemporizar los torbellinos que se arremolinaban en el ojo de tormenta de su ministerio.

“Mucha agua había pasado bajo el puente de la historia- masculló mentalmente la frase con una imperceptible mueca de risueña preocupación-, muchas políticas, ancestrales algunas, importadas otras, más sublimes o más egoístas, políticas con mayúscula o minúsculas políticas, se mezclaban guiando, conscientes o por mera corazonada (inducción le llamaban ahora los científicos), la organización hídrica de estos solares perdidos en los confines del desierto.

“Dormitaba Manuel en estas divagaciones, demorando la escritura que imperiosamente debía entregar a la mayor brevedad, según se le ordenara, mientras recapitulaba sus fundamentos. Cerraba el año de 1884 y el plazo vencía, urgido, por los apremios de las circunstancias. El nerviosismo lo embargaba, expectante de la recepción que aparejaría el trabajo”.

*El autor es abogado

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