Maximino Moyano: grandiosa humildad

Escenas de un actor y director que marcó para siempre el teatro hecho en Mendoza. A días de su fallecimiento, las palabras de sus colegas reviven al maestro que enseñó a luchar con arte y honestidad.

La escena se congela en la memoria. Ellos tres - Ernesto Suárez, Maximino Moyano y Carlos Owens- parados como estatuas frente al TNT, viendo los escombros del centro cultural destruido por la bomba que la Triple A había detonado esa madrugada del ‘74. “Nos quedamos mudos. Se nos caían las lágrimas”, recuerda Ernesto.

Moyano y Owens co-dirigían en ese tiempo el Taller Nuestro Teatro, un nodo cultural  que funcionaba en calle San Juan y que nucleaba no sólo las artes dramáticas sino también lo mejor de la plástica. “La noche de la bomba habían compañeros durmiendo en el sótano del edificio. Se salvaron de casualidad. Y encima los querían inculpar”. Eso, entre otras crueldades, los mantuvo unidos esa mañana ahí, tiesos y llorando de impotencia.

Luego de esa bomba hubo otra, en casa de Owens. Las desapariciones de actores cercanos determinaron su partida de la provincia y también la de Ernesto, que decidió marchar al exilio en el exterior. “Maximino, en cambio, se quedó. Tras retirarse un tiempo de la escena, volvió a las puestas y se dedicó a mantener viva la llama”.

Tenía una cultura general arrolladora. “Nunca conocí a un actor que leyera tanto”, dice Ernesto. Por eso, cuando le tocó decir unas palabras en medio del funeral de Maximino, reclamó: “Debería haber tenido mayores oportunidades de vertir sus conocimientos aquí. El Estado tendría que reconocer a personas como él. No era de golpear puertas, claro. Pero merecía que lo hubieran ido a buscar, que le hubieran dado reconocimiento, como al Nolo Tejón, como a tantos maestros a los que se tributa recién después de muertos”.

Contra ese ‘dejar ir’ también actúan ahora las palabras de sus colegas. El actor Guillermo Troncoso proyecta la figura de Moyano, desde el camarín: “Una noche, al finalizar una función de la obra que yo interpretaba, Rojos Globos Rojos, se acercó y profundamente emocionado me abrazó diciendo ‘gracias gracias, has hecho que vuelva a creer en el teatro’. De ahí en más, siempre estuvo presente cada vez que estrenaba una obra, y esperábamos su abrazo al terminar la función. Hasta que llego el día en que trabajamos juntos en una película de Mario Herrera, Caso cerrado, y codo a codo pude ver y aprender del querido Maxi”.

La ética: eso lo distinguía. “No le gustaban los homenajes”, subraya Troncoso. No por falsa modestia. Por sabia humildad.

Maximino subió a las tablas por primera vez en la década del ‘40. En su larga trayectoria enfrentó luchas, cosechó premios y nutrió, enfocado en la escena, un agudo sentido de la crítica. En una entrevista realizada por Fausto Alfonso, habló de ese mito en torno al público mendocino.

“Según el director, todo el mundo viene y dice el mismo verso: ‘Este público que es tan exigente...’ Y el mendocino se lo cree. No es exigente, es presumido. No se puede ser exigente con lo que no se conoce y, teatralmente, el público de Mendoza conoce poco. Lo que el mendocino no advierte es que lo que le dicen a él lo dicen en todos los centros que incluya su gira. Depende de la inteligencia de cada uno de esos centros el creérselo o no”.

Daniel Fermani conoció a Maximino de la mejor manera: como espectador. “Eran los tiempos en que la sala del Instituto Cuyano de Cultura Hispánica encarnaba una rara bienaventuranza en una Mendoza ya azotada por la dictadura. Para los jóvenes que emprendíamos entonces las carreras universitarias y gastábamos veredas ávidos de arte, las obras que Maximino montaba en el Instituto eran como agua del manantial, un oasis artístico que nos permitía recorrer con el corazón lo mejor de los dramaturgos argentinos y extranjeros en un país que se estaba desangrando silenciosamente. En ese escenario se destacaron actrices de la talla de Elsa Cortopassi, que acompañó a Maximino en tantas puestas incluso mucho después de que los habituales secuaces de algún burócrata de turno de cuyo nombre ya nadie se acuerda, cerraran la sala con la manida promesa de restaurarla, y jamás la volvieran a abrir”.

Pero como la historia se puede reconstruir con los testimonios y artículos que han aparecido luego de su fallecimiento, Fermani prefiere recordarlo a través de su “sorprendente personalidad artística, su seriedad rayana en lo severo y su parca entereza de creador insoslayable”. Él, que siguió sus obras a lo largo de los años, quedó ligado a sus puestas, “cargadas de dramatismo, en una atmósfera que era más teatral que el mismo teatro”.

En su doble rol, de actor y director teatral, el maestro lo fascinaba: “Me ensimismaban su dirección austera y su propia actuación, exenta de cualquier barroquismo y muy lejana del gesto fácil o la sonrisa cómplice.

Stanislavskyano más allá de cualquier discusión, su filosofía del teatro lo acercó íntimamente a Grottowski, un maestro que quizás él nunca frecuentó pero que en espíritu predicó la misma grandiosa humildad para el artista dramático”.

Acaso los que conocieron el TNT, los viejos y nuevos colegas, Jorge Fornés (su perdurable compañero escénico), los críticos, los espectadores, coincidan con la mirada de Fermani.

“En tiempos de vanas fanfarrias y excesivas celebraciones de las mismas y repetidas figuras, de vacuos premios y reconocimientos desmedidos al teatro del humor fácil y del pícaro chiste del momento, el perfil de un maestro como Maximino Moyano se esculpe de manera neta y lúcida tras la cortina de humo de las habituales farsas oficiales. Tuve la suerte de conocer a Maximino y de que él fuera a mi teatro; tuve la suerte de ver sus puestas y de verlo actuar, pero sobre todo tuve la suerte de aprender de su ejemplo de verdadero artista silencioso, orfebre de la actuación sentida y entrañable, director implacable, incorruptible, insobornable. Sólo el ser humano Maximino Moyano puede haber superado al artista Maximino Moyano. O tal vez fueron el mismo”.

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