Hay cineastas que, pese a las derivas de la industria, siempre mantienen su esencia. Y Guillermo del Toro es uno de ellos: su alianza con Netflix ha dado productos como "El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro" y "Pinocho de Guillermo del Toro". Sí: la plataforma sabe explotar el nombre del director mexicano y lo pone concretamente como un sello de garantía. "Frankenstein", que desde este viernes 7 de noviembre estará disponible en Netflix, es la coronación absoluta de una productora que confía plenamente en su cineasta y un cineasta que aprovechó las bondades presupuestarias de la industria para dar rienda suelta al gran sueño de su vida.
Porque "Frankenstein" es un proyecto largamente soñado, pospuesto, reinventado y, ahora, finalmente concretado. De niño, cuando vio la película con Boris Karloff, supo que ese monstruo que causaba pavor en todos tenía su propia historia que contar. Y de grande, ya como un director consagrado, reconocido por sus monstruosas criaturas profundamente humanas, supo que había llegado el momento. Y el resultado es apabullante: una magistral película de horror gótico que desborda de belleza y, más importante aún, de humanidad.
Del Toro utiliza la escala épica para hablar de algo minúsculo y devastador: la soledad. En el fondo, su Frankenstein no trata sobre la vida artificial ni el pecado de la ciencia, sino sobre el abandono, la necesidad de ser amado en la vida.
En detalle, las virtudes de la película
El diseño de producción, a cargo de Tamara Teverell, es una de las grandes virtudes de la película, y actúa en sinergia con la suntuosa dirección fotográfica de Dan Laustsen. Todo el universo visual parece construido a partir de la soledad. Las paredes respiran humedad, los espacios son desmesuradamente grandes, los laboratorios parecen templos derrumbados y la criatura misma es una obra de arte trágica: un cuerpo hecho de restos de soldados mutilados en la guerra, cuyas suturas esconden a un ser que nace frágil y sin signos de maldad. Como un niño.
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Oscar Isaac encarna a Victor Frankenstein con una intensidad nerviosa que esconde el trauma original: la muerte de su madre, que es la causa de su ambición como científico. Jacob Elordi, como la Criatura, es una grata sorpresa: la construcción de un ser en constante autodescubrimiento que no tiene el virtuosismo actoral de una Bella Baxter (Emma Stone en "Poor Things"), pero sí la delicadeza de alguien que está aprendiendo a respirar, a pensar, a sentir. Mia Goth, como Elizabeth y alejada de los papeles viscerales de "scream queen" en los que estamos acostumbrados a verla, se roba cada escena en la que aparece. Su presencia, asentada en una actuación contenida y milimétricamente pensada, es un puente moral entre creador y criatura, una conciencia que observa el horror y lo humaniza. Christoph Waltz, en un papel secundario pero decisivo, encarna a la figura del mentor ambivalente, ese poder que impulsa y destruye a la vez.
No todo es perfecto. A veces la exuberancia visual se impone sobre la emoción, y ciertos pasajes explicativos ralentizan el ritmo. Pero incluso en sus excesos, se percibe una honestidad que el cine contemporáneo (y de plataformas, especialmente) rara vez permite.
Quizás sea una de las mejores películas del año, y es sin dudas la gran apuesta de Netflix para la temporada de premios, y en especial los Oscar. Así parece indicarlo la decisión de proyectarla en algunos cines seleccionados (en nuestra provincia, el Cine Universidad, donde aún quedan algunas proyecciones), algo que le permitirá acceder a las candidaturas de los Premios de la Academia. Y sí: vale absolutamente la pena verla en pantalla grande.