En el concierto de la lírica mendocina contemporánea, Carmela Hernández Manson es una de esas voces que merece ser valorada a través de una trayectoria que incluye, entre otros, los poemarios Verde morada (1983), Más allá de los pórticos (1984); Sobre espirales de humo (1986); Levanté con palabras una torre (1996); Zumo (2013); La suma de los vientos y Acaso… un encuentro (2015), y varias distinciones y galardones obtenidos como reconocimiento a su labor artística.
Su obra ofrece una interesante continuidad de temáticas y recursos expresivos que se va matizando a lo largo de su trayectoria. Y más aún, nos incita reflexionar acerca de la validez del conocimiento poético, ese que no puede expresarse con simples ideas o criterios lógicos, sino que – al ser una experiencia creadora- permite descubrir los secretos sentidos de las cosas, lo percibido por el ser en un acto intuitivo.
Comprender el mundo a través de lo poético significa entonces algo muy distinto de comprenderlo a través de la ciencia, la lógica, la filosofía o el sentido común. El pensamiento poético se basa en unos fundamentos distintos y presenta unas características diferentes, entre las cuales Jesús García Rodríguez menciona: su carácter afirmativo; su naturaleza creativa y dinámica; la libertad absoluta de su código; y su carácter “contradictor”, tanto de los valores como de la realidad, a través de tres principios “ontológicos” fundamentales: el principio de diferencia, el de contradicción y el de excepcionalidad.
Veamos cómo operan estos rasgos en la obra de Carmela Hernández Manson.
Ante todo, su objeto no es el conocimiento sensible, por más que el mundo exterior entre a formar parte de la obra, pero delicadamente transfigurado, reducido a su esencia de belleza, portador de significados inéditos: “En el sueño curvo de la glorieta / recuesto tibia / la calma de mis horas entre sábanas de hojas”. Se advierte aquí un suave romanticismo en la asociación el paisaje, tenuemente presente, casi desmaterializado y etéreo (apenas tenues concesiones al color local en la mención de “carros” y “acequias” en algún poema), y la vivencia del yo lírico que se define, ante todo, por el sentimiento amoroso.
Decíamos que el pensamiento poético es de por sí afirmativo, Ciertamente, este universo poético está regido por el tiempo y sometido a sus leyes inexorables, como bien señala Adolfo Colombres a propósito de la autora: “se comprueba que el tiempo se yergue como el principal elemento que los estructura” (Acaso… un encuentro); pero a pesar de que las leyes temporales nos hablen de la caducidad insoslayable de todas las cosas, la respuesta vivencial no es de desesperación ni angustia. Por el contrario, como también señala Colombres en el prólogo citado, “hablar del tiempo, es referirse a la memoria, a las huellas que su paso nos deja en los pliegues más profundos del cerebro”.
Así, en un talante expresivo que la relaciona con la poética neorromántica, Carmela nos ofrece su vivencia particular del tiempo a través de ciertas isotopías o campos semánticos reiterados, como la evocación de la infancia, aludida en imágenes como “transparencia frutal de calesita”; “sonajero de luces”; “cálido tobogán” …, y la idea de fugacidad o de desplazamiento, sugerida por la isotopía náutica: “Timonel de mi barca y mi destino”.
Así, el sujeto lírico rige y ordena con firmeza los rumbos de su existencia en el mundo, siempre con la mira puesta en “nuevos horizontes”, lo que habla de la permanente capacidad de reinventarse, así en la vida como en la poesía, porque el lenguaje poético se define por su naturaleza creativa y dinámica; la libertad absoluta de su código, tal como manifestábamos anteriormente.