De corruptitos y corruptotes

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

Luego del alud de indagatorias, imputaciones, procesamientos y arrestos por parte de la Justicia Federal y después de la proclama con pretensiones épicas de Ricardo Lorenzetti del “Nunca más a la impunidad”, ya casi nadie duda, en la clase política, de que la ola anticorrupción es imparable en la Argentina.

Por eso, todos los que se oponen a la misma (por complicidad, por temores a la ingobernabilidad, o por ambas cosas juntas) están desesperados. Sobre todo después de que fallara el último freno: el del regreso de Cristina Fernández quien intentó aplicar la fórmula clásica de acusar a los jueces de hacer política con sus acusaciones.

Pero ya nadie se cree esa impostura tan reiterada durante el kirchnerismo acerca de que todo quien se le oponía por cualquier cosa era un mero golpista. Ahora, paradójicamente, la que parecía golpista es la ex presidenta, pero tampoco le alcanza para ello.

Apenas es una opositora despechada y furiosa que aparenta ponerse a la ofensiva, en la primera línea de la lucha contra el macrismo, en el vamos por todo otra vez, cuando en realidad es la que más a la defensiva está de todos los opositores: porque más que retomar el poder (eso es el discurso para la gilada honesta) lo que hoy busca es que no llegue hasta ella la guillotina de la corrupción.

Basta con fijarse cómo, cada día, sus fieles restantes elevan más la tolerancia hacia los que deben ser castigados: primero el límite fue Jaime, ahora se bancan entregar también a Lázaro Báez; no dudarán en hacer lo mismo con Boudou al cual en el fondo ya tienen asumida su recontraentrega.

Llegado el caso extremísimo, al mismo Julio de Vido. Pero eso sí, siempre que a Cristina no la toquen. Ésa no es la política de una vanguardia sino de una retaguardia que quiere salvar de la debacle a su jefa, aunque no sea más que a ella sola. Una revolución en fuga hacia atrás disimulando que se va hacia adelante. Actos intimidatorios hacia la Justicia frente a Tribunales para en el fondo, tras tanta prepotencia, pedir un solo favorcito a la Justicia: que perdonen aunque más no sea, a Ella solita.

También acaba de fracasar con el regreso de Cristina la ideología albertofernandista, la de aquel jefe de gabinete de Néstor y Cristina, ahora converso al massismo que propone acabar con la ola de juicios para que a Macri le vaya bien (?). En sus propias y peligrosas palabras: “Tan sólo un gobierno desorientado que hasta aquí se ocupó de hablar del pasado profundizando la crisis del presente, sumado a un juez que carga enfrentamientos con la ex Presidenta, pudieron hacer que vuelva a ocupar el centro de la escena política”.

Alberto Fernández dice que si Macri no hubiera hablado del pasado y si Bonadío no hubiera buscado “vengarse” de Cristina, ésta se hubiera quedado en el Sur en vez de volver a ocupar el centro político.

Falso de todas falsedades, la ocupación del centro no fue tal, sino un mero déjà vu sólo importante en tanto espectáculo mediático motivado más por la curiosidad hacia quien hasta ayer fuera todopoderosa y hoy ya no lo es, cuyos efectos fueron mucho menos de los esperados ya que su presencia no cambió nada en el escenario político del presente. Nada de nada, al contrario de lo que piensa Alberto Fernández, que hubiera deseado mayor trascendencia de Cristina para así justificar su pretensión indultista, de que no se siga escarbando más hacia el pasado.

Esta línea política también viene tentando a muchos otros peronistas, como Miguel Ángel Pichetto, temerosos de que la ola alcance niveles impensados y hasta seduce a macristas como Marcos Peña o Durán Barba que preferirían trazar una línea “de corte” con el pasado. O sea, no sólo no hablar más del kirchnerismo sino perdonar todos sus pecados de corrupción o, cuando menos, no avanzar más de lo que se avanzó hasta ahora.

Tienen miedo en la clase política que pase lo de Brasil o lo de Italia; tiemblan y piden racionalidad, o sea que los jueces vuelvan a ser lo que fueron durante la época de Cristina. Quieren un punto final en la corrupción y, si fuera posible, un indulto. Y lo piden apenas iniciados los juicios, no como durante el alfonsinismo que la obediencia debida y el punto final se aplicaron luego de que fueron condenados todos los jefes, para dejar fuera del castigo a los responsables menores.

Ahora, aparte de adelantarse, proponen un punto final al revés: que caigan únicamente los que “obedecieron” y que se salven los que ordenaron. Que el punto final no sea para los de más abajo en la línea del delito, sino para los de más arriba.

¡Absurdo! Primero intentaron que sólo cayeran los perejiles como Fariña o Felisa Miceli, para proteger a los más pesados, como Lázaro y compañía. Ahora se conforman con que el punto final no lo alcance a De Vido, o al menos a Cristina. Que caigan todos los corruptos presos menos los jefes de la corrupción: ésa es la línea de corte, del nuevo punto final modelo siglo XXI.

Sin embargo, más allá de la decisión de los actores políticos, tanto de los que están a favor del indulto como de los que quieren seguir hasta la última instancia, lo que acá está en juego es algo mucho más objetivo: que la realidad ha tomado vuelo propio, siendo infinitas las razones por las cuales la ola anticorrupción ya se parece más (tanto acá como en casi toda América Latina) a un tsunami natural que a un hecho político surgido de la voluntad conspirativa de unos contra otros.

Esto es porque la corrupción a la que hoy se está juzgando no es la de la mera coima, sino el verdadero motor que hizo funcionar al Estado como contundentemente dice Héctor Schamis en el diario El País: “La corrupción ha dejado de ser un medio para lograr el enriquecimiento rápido, y se ha convertido en una finalidad política: el control del Estado”.

Vale decir, así como el genocidio no fue durante el proceso militar un factor sólo provocado por la lucha contra la guerrilla, sino en lo esencial un modo de ejercer el poder hacia toda la sociedad transformando al terror en una política de Estado, hoy la corrupción estatal en América Latina ha devenido un elemento esencial para conquistar y retener el poder, ya que surgió una nueva ideología justificada por “izquierda” debido a la cual para luchar contra las oligarquías tradicionales o capitalismos dominantes era preciso tener más poder y sobre todo más dinero que ellos.

Con esa excusa las nuevas élites populistas privatizaron el Estado para sí y sus amigos, enriqueciéndose personalmente en nombre de tales santas razones, hasta lograr que la corrupción se impusiera a cualquier supuesta buena intención y fuera lo único que quedara en pie.

Es por eso que Schamis agrega en su columna una idea bien provocativa pero por demás interesante: la de considerar a la corrupción actual como un ataque a los derechos humanos y que sea juzgada bajo esa carátula. ¿Su detonante? Que la corrupción mata como se demostró en la tragedia de Once. Así lo dice: “Es que si la corrupción mata, tal vez estemos entrando en un nuevo terreno a explorar: la corrupción como violación de derechos humanos y, de este modo, potencialmente sujeta a jurisdicción universal”.

Para meditar profundamente.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA