La vejez de José de San Martín: sus últimos años y el amor por Mendoza

En Francia, rodeado de su hija y nietas, San Martín vivió sus últimos días con serenidad, pero con el corazón siempre en Mendoza.

En 1829, José de San Martín regresó al Río de la Plata tras años de vivir entre Londres y Bruselas. Pero su estancia fue efímera y simbólica: al llegar a Buenos Aires y enterarse de que Lavalle había fusilado a Dorrego, decidió no desembarcar. Su espada no se mancharía con sangre de hermanos.

Lo atacaron desde la prensa, lo visitaron viejos compañeros como Álvarez Condarco, Guido y Olazábal, pero permaneció siete días en un buque frente a la ciudad y se alejó sin pisar tierra. Nunca más volvería.

El exilio de José de San Martín

En 1830 se instaló definitivamente en Europa. Vivió en Francia, en una modesta vida de retiro voluntario. Su vínculo con América lo sostuvo a través de la correspondencia, en especial con su entrañable amigo Tomás Guido, quien lo mantenía al tanto de la situación política.

Con tono reflexivo, y sabiendo que su figura sería juzgada por la historia, San Martín le anticipó a Guido:

“Cuando deje de existir, Vd. encontrará entre mis papeles (…) documentos originales y sumamente interesantes. (…) Ellos (…) manifiestan mi conducta pública y las razones de mi retirada del Perú (…) sí, amigo, la desgracia, porque estoy convencido de que serás lo que hay que ser, si no eres nada” (citado en Ibarguren, 1950: 199-200).

Esos papeles jamás llegaron a manos de su amigo. Su destino es hoy un misterio.

Familia, nietas y pintura

El retiro no fue soledad absoluta. Mercedes, su hija, a quien llamaba afectuosamente “la mendocina”, se casó con Mariano Balcarce, hijo del general Antonio Balcarce, amigo íntimo y compañero de campañas. Fue un lazo de sangre y memoria que unió dos familias patriotas. Tras la boda, la pareja viajó a Buenos Aires, donde nació la primera nieta del prócer, María Mercedes.

En 1837, desde Francia, San Martín escribió a Pedro Molina con ternura y orgullo:

“Mis hijos llegaron [de América] con buena salud (…) y a los pocos días la mendocina dio a luz a una niña muy robusta: aquí me tiene usted con dos nietecitas cuyas gracias no dejan de contribuir a hacerme más llevaderos mis viejos días”.

Mientras Mariano se desempeñaba como diplomático argentino, Mercedes criaba a sus hijas con amor y disciplina. La pintura era una de sus aficiones compartidas con su padre.

Florencio Balcarce, hermano de Mariano, los visitaba con frecuencia en París y dejó un retrato de aquella vida tranquila:

“Tengo el placer —escribió— de ver la familia un día sí y otro no. Iría todas las semanas si los buques de vapor estuvieran del todo establecidos. El general goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona. Un día lo encuentro haciendo las veces de armero y limpiando las pistolas y escopetas que tiene; otro día es carpintero y siempre pasa así sus ratos en ocupaciones que lo distraen de otros pensamientos y lo hacen gozar de buena salud. Mercedes se pasa la vida lidiando con las dos chiquitas que están cada vez más traviesas. Pepa, sobre todo, anda por todas partes levantando una pierna para hacer lo que llama volantín; todavía no habla más que algunas palabras suel­tas; pero entiende muy bien el español y el francés. Merceditas [nieta mayor de San Martín] está en la grande empresa de volver a aprender el a b c que tenía olvidado; pero el general siempre repite la observación de que no la ha visto un segundo quieta”

Los últimos días en Boulogne-sur-Mer

La agitación revolucionaria de 1848 los forzó a dejar París. Se refugiaron en Boulogne-sur-Mer, un puerto modesto donde vivieron sus últimos años. Mercedes se empeñaba en que sus hijas hablaran castellano y conocieran todo sobre Argentina, aunque solo lo hicieran desde la nostalgia y los relatos.

San Martín amaba con locura a sus nietas, pero también disfrutaba de la soledad:

“Muy contento de no tener la menor relación con ninguna persona”, solía decir.

Vivía en una casa de dos plantas, sencilla, con su jardín bien cuidado, aunque la vista comenzaba a fallarle por las cataratas. En su dormitorio, colgaba el sable corvo con el que venció a los realistas. Hasta el final, habló de Cuyo, de su gente, de Mendoza.

Ricardo Rojas lo resumió con emoción:

“Nunca dejó de amar a Mendoza (…) la recordaba siempre, como si ella fuese toda la patria o algo necesario en su vida”.

Así vivió sus últimos días el Libertador: entre recuerdos, nietas, pinceles, herramientas y un silencio digno. No pidió homenajes. Solo deseó que su causa, la independencia, triunfara. Y triunfó.

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