En 1816, Juan Galo Lavalle llegó a Mendoza para sumarse al Ejército de los Andes y emprender junto a San Martín la gesta libertadora. Fue entonces cuando conoció a Dolores Correas, una joven de la oligarquía local que lo deslumbró de inmediato. El flechazo fue mutuo, pero el amor quedó suspendido por el compromiso patriótico del general.
Ocho años debieron pasar hasta que pudieran casarse. Ocho años en los que Dolores vivió entre la esperanza y la tristeza, aguardando en silencio la vuelta de su prometido.
Pastor Obligado la describió como la “hermosa mendocina”, de abundante cabellera negra, rasgos finos y un carácter dulce. Pero más allá de la belleza exterior, lo que marcó su vida fue la espera. Una espera que la transformó en un ser melancólico, “incapaz de sonreír”.
Un amor atravesado por la historia
Aunque Lavalle se casó finalmente con Dolores y juntos formaron una familia con cuatro hijos —Hortensia, Augusto, Juan y Dolores, descritos por Mariquita Sánchez como “cuatro bellos ángeles”—, lo cierto es que la vida militar y la pasión política del general siempre ocuparon un lugar prioritario.
Dolores, sin embargo, nunca dejó de estar. Esperó, crió a sus hijos sola durante las campañas de su esposo, y guardó un lugar en su corazón para él incluso cuando sabía que otras mujeres lo rodeaban. Porque si bien Lavalle fue amado por más de una —como la célebre Damasita Boedo—, sus cartas revelan un sentimiento profundo por su esposa.
En una de esas cartas, escrita a bordo de la fragata que lo traía de regreso a la Argentina después de un exilio en Montevideo, volcó su alma en palabras:
“Vos eres el objeto y la causa de una multitud de pensamientos que me ocupan… El público me consideraría un hombre extraordinario si leyera en mi corazón y supiera el zenit de mi ambición de vivir tranquilo con vos y mis adoradas criaturas… Vos y la patria ocupan mi memoria siempre. Adiós, mi vida.”
Dolores Correas, guardiana del legado de Lavalle
Cuando Lavalle murió en campaña, su cuerpo pasó por una travesía digna de novela. Escapando de los hombres de Rosas los de Juan Galo llevaron sus huesos y cabeza hasta Bolivia. Años más tarde, fue Dolores Correas quien trasladó sus restos a Chile, cumpliendo su promesa de custodiarlo aún en la muerte. Décadas después, en 1861, el presidente Bartolomé Mitre impulsó la repatriación del general. La tarea quedó en manos del granadero Gregorio Las Heras. Mitre dispuso que se fabricara una urna especial para los restos de Lavalle, fundida con bronce de cañones españoles tomados en Chacabuco, una de las batallas en las que brilló.
En su última carta Lavalle dejó a Dolores una promesa que trasciende sus contradicciones humanas:
“Mis cenizas te abrazarán”, escribió, como expresión de su deseo de descansar junto a ella.
Y así fue. Dolores Correas falleció en 1872. Su hija Dolores Lavalle cumplió el deseo de su padre: en 1926, madre, padre e hija fueron finalmente sepultados juntos en el cementerio de Recoleta.
Una tumba, una patria, una vigilia
La tumba de Lavalle está custodiada por una estatua de granadero que vela su sueño eterno. La inscripción es clara, poderosa, definitiva:
“Granadero, vela su sueño y si despierta, dile que su Patria lo admira.”
A pocos pasos reposan Dorrego —a quien Lavalle hizo fusilar— y Rosas, su eterno rival. Pero a su lado está Dolores, la mujer que lo esperó en vida, lo honró en la muerte y lo acompaña en la eternidad. Su figura, tantas veces ignorada, es el alma silenciosa de uno de los capítulos más humanos de nuestra historia.
Porque sin Dolores Correas, el general Lavalle no sería el mismo.