6 de julio de 2025 - 00:05

Arquitectura, fe y trabajo: Mendoza a principios del siglo XIX

Las voces de Sobremonte y Videla nos muestran una Mendoza desconocida, que aprendía a resistir y a florecer.

En los primeros años del siglo XIX, Mendoza era un lugar donde la voluntad humana desafiaba, día tras día, los embates de la naturaleza. A la sombra de la Cordillera de los Andes y bajo un cielo que sabía de soles inclementes y aguas desbordadas, la ciudad se alzaba como un testimonio de persistencia, ingenio y fe.

No era todavía la tierra del Ejército de los Andes ni la provincia del vino consagrado; era una comunidad que luchaba por existir entre aluviones, sequías y esperanzas. Así la describieron dos hombres que la observaron con detenimiento y escribieron sobre ella con asombro y admiración: Rafael de Sobremonte y José Eusebio Videla y Valenzuela.

Sobremonte, antes de ser virrey del Río de la Plata, fue gobernador de Córdoba y, por el cambio administrativo de 1796, también de la región de Cuyo. Desde allí dejó un testimonio que habla más del temple de los mendocinos que de sus edificios. En su Memoria de Gobierno retrata con claridad la adversidad que enfrentaban:

“El río que desciende de la Cordillera de Chile (…) por lo deleznable del terreno se forma un zanjón en el centro del pueblo, que en las crecientes del río, unidas con las avenidas de las sierras inmediatas hicieron un terrible cauce (…) con que se han perdido considerable número de casas y porciones de viñas…”

Historia de ingeniería, coraje y supervivencia

El corazón mismo de Mendoza era vulnerable. Lo que debería haber sido fuente de vida, el agua, era al mismo tiempo un peligro constante. Año tras año, las crecientes arrastraban casas, arruinaban cosechas, desgarraban barrios enteros. Y sin embargo, frente a esa amenaza persistente, la comunidad no se rendía. En 1788 decidieron realizar una obra hidráulica importante, contratando al arquitecto José Comte, para canalizar las aguas, mitigar las inundaciones y proteger la ciudad.

“…ha evitado que aquél repartimiento de cada año entre en el vecindario y las calamidades que padecían en las ruinas de sus casas, quedando asegurada la Iglesia Mayor, las casas capitulares y la carnicería que ya amenazaba una próxima ruina…”

No se trataba solo de salvar edificios: se trataba de preservar la vida organizada, las instituciones, la dignidad de un pueblo que, aun pequeño, se sabía importante. Porque Mendoza era paso obligado hacia Chile, vía de comercio y tránsito, punto estratégico de la corona española. Pero también era algo más profundo: una comunidad en expansión, construyendo su identidad entre el barro de las acequias y los muros recién levantados.

Una ciudad que se embellece

Esa ciudad que comenzaba a afirmarse en piedra, cal y fe es la que retrata José Eusebio Videla y Valenzuela en 1801, al publicar en el Telégrafo Mercantil el primer artículo periodístico conocido sobre la ciudad. Y lo que Videla describe no es ya solo lucha, sino belleza en formación:

“Su población consta de buenos edificios e iglesias, que en el día se van cada vez mejorando… preciosas portadas, cornisas y antepechos que presentan al público un delicioso aspecto.”

Iglesias, conventos y colegios marcaban las manzanas con su impronta, desde los dominicos y franciscanos hasta el legado de los jesuitas expulsados. La ciudad comenzaba a parecerse a sí misma, con jardines, huertas y haciendas que se extendían más de 30 leguas gracias al sistema de acequias alimentado por el río Mendoza.

Trabajo, riquezas dormidas y una apuesta por lo posible

“Su vecindario se compone de 17 a 18 mil almas (…) cuya mayor parte se emplea en la agricultura, crianza de ganado y en tiro de carretas y arreos que conducen al comercio…”

Mendoza era tierra de trabajo, de sudor bajo el sol y ruedas que chirriaban rumbo al virreinato de Buenos Aires o al reino de Chile. Era también una tierra con riquezas escondidas, como las vetas minerales de Uspallata, que prometieron plata y oro, pero que la falta de recursos, o tal vez de ambición sostenida, pronto abandonó.

“…en el día se hallan casi en él todo, abandonadas…”

Y sin embargo, incluso en esa renuncia, había una elección por lo posible, por lo inmediato. Mendoza no apostaba a quimeras sino a certezas: al agua, a la tierra, a las iglesias, a los caminos. Era una ciudad que aprendía a levantarse, una y otra vez, contra las piedras del río y la imprevisibilidad de los Andes.

Así era nuestra Mendoza a comienzos del siglo XIX: áspera y fértil, sobria y esperanzada, habitada por almas que supieron sembrar en medio de la adversidad una provincia que un día, no muy lejano, sería protagonista de la libertad americana.

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