19 de julio de 2025 - 01:00

La lluvia, un cuento de Luciano Bertolotti

Este texto forma parte del primer libro que publica este periodista mendocino, de larga trayectoria en Mendoza. En él combina cuentos y relatos breves en los que “lo fantástico y lo absurdo se van amalgamando”, según reza la sinopsis de contraportada. Aquí, uno de los textos.

Esa noche soñó que el agua subía por la acequia, que aún más cristalina llegaba cuesta arriba por el surco rompiendo la lógica de la gravedad y de la sequía. Soñó aromas, el de la humedad, el de la tierra mojada y el de una pera madura. Se levantó y antes de su menudo desayuno salió al hallazgo de algo nuevo, lo viejo. Caminó sobre el suelo crujiente y llegó al canal que estaba tan seco como los días anteriores. No había sorpresa.

Sus pies estaban hinchados. Una brisa áspera y sucia recorría esa recurrente mañana opaca. El horizonte confundía sus espesores en esa mirada de lágrima perenne, en esos ojos dañados que ven más de lo que se puede ver y que no ven más porque ya no quieren.

Era la última que quedaba. Los exilios, las muertes, los sueños habían despoblado el paraje que alguna vez se lo forzó verde y se llenó de frutos y voces. Un día se encontró en su casa sola, en una soledad predecible. Tres perros la merodeaban cómplices de cada uno de sus movimientos. Se aferró a los fantasmas, a sus muertos y se quedó allí para huir de lo desconocido.

Cada noche se preparaba una sopa y la acompañaba con un vaso de vino tinto. Cada noche se sentaba a esperar la lluvia mientras miraba las movedizas sombras sobre las roídas cortinas. Cada noche iba al viejo mueble del comedor y bajaba el charango, lo olía y los rasgaba un rato.

Hacía tres años que el invierno no llegaba y más de una década que las lluvias de verano se habían ausentado por completo, más allá de insinuarse un par de veces con algunas nubes oscuras y vientos húmedos.

El sol resquebrajaba hasta los recuerdos, entumecía con su furia. Escalofríos, pavor, pasos cada vez más pausados. Amanecía bajo el espíritu de la siesta y parecía que todo estaba regulado por su ofuscado reino.

Recorría lo que fue una chacra y una finca sabiendo que las cosechas también eran recuerdos. Miraba esas dos viejas y lánguidas gallinas que sobrevivían, autómatas y sin desesperación. Pensaba en su hija, en sus hijos, a quienes echó para salvarles y de quienes nunca tuvo noticias.

Noches y noches. Esperar por las lluvias y lo que ellas trajeran, esperar por la lluvia y lo que ella dejara. Esperar. La respiración de sus perros, las peleas de las hambrientas aves nocturnas, el rechinar de las ramas secas de los frutales muertos se alternaban para no darle lugar al silencio.

También al silencio lo engañaba con el charango. Su madre lo había traído protegido en una funda de tela de aguayo y le había enseñado a tocarlo. La caja era de quirquincho, la tapa tenía una roseta clásica, redonda. Tres clavijas de madera y siete metálicas se intercalaban en el clavijero; le faltaba una de las cuerdas del tercer par, la que se había cortado poco después de la muerte de su mamá. Rasgaba mientras susurraba un canto y luego otro con los ojos cerrados, apretados. Al tocar, sus huesudas manos se llenaban de inesperadas venas al igual que su garganta que parecía contener más cantos que el canto, más voces que esa voz, más gritos que ese susurro triste y melancólico.

Ya antes de la sequía había dejado de llegar el tren al pequeño pueblo que está a 20 minutos a pie de la finca que trabajaban. Había sido el ferrocarril el que trajo a sus abuelos y a su madre, y el que se llevó a su padre. El pueblo llevaba el nombre de la estación y esta tenía el nombre de la ciudad de donde migró el primer jefe que tuvo ese lugar. Se trataba de una línea férrea secundaría que unía el norte y el sur, atravesaba los márgenes, paraba en las fronteras; una línea pensada para el transporte de vegetales, animales y mano de obra para las labranzas rurales de temporada.

También cerca había una ruta provincial, ya convertida una polvorienta huella y unos callejones que conducían a fincas abandonadas, a una laguna seca y a un cementerio sin flores ni lágrimas frescas.

Los postes, los alambres, el esqueleto de un tractor eran parte de su sustento. Los iba vendiendo. Había empezado por los electrodomésticos. No necesitaba mucho y había quienes como ella buscaban los retazos del ayer, cada uno a su manera, algunos para glorificar el pasado otros para suavizar sus espinas.

Se extinguía otro día y todavía el viejo colchón guardaba el sudor de la noche anterior, lo sabía y lo evitaba. Con una lentitud religiosa desenfundaba su instrumento. La poca luz que entraba de la cocina era suficiente. Miraba su mano derecha, sus uñas no alcanzaban a crecer, siempre rotas, agrietadas, algo curvas, con la mano izquierda acariciaba con suavidad sus dolidos dedos antes de que el charango la transportara. La mirada de sus bichos echados y jadeantes la contemplaban.

El ciclo de las estaciones ya no cabía ni en la imaginación. Cada jornada era más que un día, era un sinsentido que había perdido todo nombre o calendario. De todas formas, volvía a recorrer su chacra, con un azadón sin filo removía la tierra donde pensaba que podría revivir algún frutal, revisaba las compuertas de la acequia por si el agua volvía. Se paraba allí donde hubo acelgas, chauchas, pimientos y ahora solo veía unos pequeños arbustos espinosos que bajaron de alguna montaña, de algún desierto.

El peso del ahora era cada vez más insoportable que el del tiempo. Su espalda, sus piernas, sus manos la torturaban, pero necesitaba del cansancio, sabía que no había peor infierno que la falta de sueño, que la falta de sueños.

Llegó ese día en el que todo se parecía, pero la sequedad del aire le produjo tanto espanto como la quietud y el mutismo de las cosas. Tuvo que arrastrar sus pies en el rutinario circuito. Había olvidado la sensación del hambre y del enojo. Quería acordarse de la última vez que pronunciaron su nombre. No entendía la cabeza gacha de sus perros que la acompañaban en ese lento peregrinar bajo el mismo sol de ayer.

Se acostó temprano con lo puesto. La noche se quedó esperando su canto. Por la ventana divisó las nubes rojas que escondían a la luna. Escuchó las primeras gotas sobre el techo, y el viento metió en la casa el olor de un valle verde. Luego se desató una lluvia torrencial con fuertes relámpagos, apretó los parpados como hacía de chica para intentar apagar la furia del estruendo. La tormenta se fue aplacando y las gotas se hicieron diminutas. Sintió frío, escuchó que a lo lejos un tren se detenía, oyó a su madre tocando el charango en el comedor, cerró los ojos y se durmió.

El autor: Luciano Bertolotti

Luciano Bertolotti es periodista, melómano y apasionado lector. Escribe ficciones. Es licenciado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Cuyo. Trabaja en Diario Uno desde 1994 donde se ha desempeñado como redactor, jefe de Noticias, columnista y jefe de Cierre de la edición impresa. Actualmente es editor. Ha desarrollado distintas actividades en producción y conducción en radios y programas de televisión. También ha ejercido la docencia en la educación media y superior. Nació en Mendoza, Argentina, en 1971.

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