Esta nota forma parte de Historias funerarias, en un nuevo recorrido por el Cementerio de Mendoza y los personajes que descansan en sus mausoleos. Allí yace Ambrosio Sandes, un militar temido cuyo nombre todavía despierta sombras: pacificador para unos, verdugo implacable para otros. Su vida y su muerte revelan la violencia de su tiempo.
Durante la presidencia de Bartolomé Mitre, Sandes fue uno de los hombres elegidos para “pacificar” el interior: imponer la Constitución y el nuevo orden nacional frente a los últimos caudillos federales. Como jefe del Regimiento 1º de Caballería, su nombre se convirtió en pesadilla para los puntanos.
Un verdugo con uniforme
El jurista e historiador Dalmiro S. Adaro dejó una descripción lapidaria que desnuda el carácter del militar. Según él, Sandes llegó a ejecutar a ciudadanos “por el placer de ver correr sangre”, y las muertes a lanza, aplicadas para ahorrar pólvora, eran casi diarias. Las ejecuciones se realizaban a la vista del pueblo, en la plaza pública, mientras el enviado presidencial observaba la escena bebiendo mate con aparente serenidad.
La correspondencia de Mitre confirma episodios de brutalidad extrema. En uno de los enfrentamientos contra las fuerzas de Ángel Vicente “El Chacho” Peñaloza, ambos bandos quedaron con prisioneros en cantidad similar. Peñaloza ofreció el canje con un gesto de humanidad en medio de la guerra civil. Sandes no pudo aceptarlo: ya había hecho lancear a todos los prisioneros que estaban en su poder.
El cuerpo de un sobreviviente
A la imagen del verdugo se suma la del combatiente casi sobrenatural. Las heridas de Ambrosio Sandes y su prodigiosa capacidad de recuperarse fueron registradas por sus contemporáneos con asombro. Sandes acumuló cuarenta y nueve heridas de puñal, lanza, sable, bayoneta y bala. Su retrato al desnudo, reproducido en una biografía, parece un catálogo imposible de cicatrices: en cruz, paralelas, redondas, angulares, como arabescos que surcan la piel.
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Daguerrotipo de Ambrosio Sandes con sus cicatrices a la vista
Gentileza
Los relatos afirman que su organismo poseía una capacidad de reparación misteriosa: las crónicas dicen que las heridas se cerraban solas en tres o cuatro días, lo que le permitía recibir un balazo y, días después, una cuchillada. Llegó a estar tirado por muerto, agusanado, en campos de batalla, y aun así recoger sus propias entrañas, volverlas a meter en la herida y seguir camino.
Después de Cepeda, un asesino lo atacó con un estoque y le dejó la punta clavada en el pulmón. Sandes fue a una visita social y esperó a que los invitados se retiraran para mencionar el incidente. Su mujer notó una mancha de sangre: “No es nada —le respondió—, son dos balas que me han metido, pero no me incomodan”.
Ese comportamiento, unido a una temeridad casi animal, aterrorizaba incluso a sus propios soldados. Los arengaba con voz estridente y frases atropelladas: “¡Vamos, muchachos, pongan la cara alegre! ¡Un hombre asustado hasta las mujeres lo desprecian! ¡Mato al que dé vuelta!”. Blandía una lanza de moharra estrecha, “como lengua de víbora”, y cargaba sin medir el número de enemigos, ansioso de devorarlos. Esa ferocidad, sumada a su estatura gigantesca y un tipo árabe, musculoso y elegante, lo convertía en un torbellino de sangre que inspiraba pavor entre los suyos.
Torturas y terror cotidiano
La población puntana vivió bajo un clima de miedo permanente. Bastaba la sospecha para terminar torturado frente a todos. El gobernador de San Luis, agotado y temiendo una reacción popular imposible de contener, pidió a Mitre que retirara al temible militar de la provincia.
El presidente accedió: Sandes sería trasladado a Mendoza. Antes de su partida, las autoridades locales dispusieron un homenaje público. Pero el destino tenía preparado un giro brutal.
Un golpe inesperado
Camino a la fiesta en su honor, en plena oscuridad, un desconocido gaucho se abalanzó sobre él. Con rapidez fulminante hundió un puñal en el costado derecho del militar. La hoja se quebró dentro del cuerpo: Sandes quedó con casi veinte centímetros de acero alojados en la carne. El atacante se esfumó entre las sombras con el cabo del arma todavía en su mano.
El médico del regimiento —que estaba preso por orden del propio Sandes— fue liberado para atenderlo. Pero mientras intentaba extraer el metal con cuidado, recibió insultos y una bofetada del herido, según relata Adaro.
Destino final: Mendoza
Pese a la gravedad del ataque, dos días después Sandes insistió en continuar viaje hacia Mendoza. No sobrevivió. Murió al llegar y sus restos fueron depositados en el Cementerio de la Ciudad.
Allí permanece el hombre que encarnó, de manera feroz, la violencia de la construcción del Estado argentino. Un mausoleo discreto custodia al militar cuya historia revela hasta qué punto la “pacificación” fue también una guerra sin clemencia.