Entre las sombras silenciosas del Cementerio de Olavarría, donde las historias trágicas laten bajo las lápidas, aún resuena uno de los crímenes más espantosos del siglo XIX: el caso del cura Pedro Castro Rodríguez, un asesino que escandalizó al país y que hoy forma parte de las historias funerarias.
“Súbitamente se abrió una puerta y apareció mi padre, con un diario en la mano y los lentes en la otra. ‘El cura de Olavarría ha matado a su mujer y a su hija’ dijo. La expresión de mis padres fue de estupor”.
Así recordaba Adolfo Bioy –padre del escritor– la mañana en que la Argentina amaneció con el espanto. Era 1888 y la noticia ocupaba titulares, conversaciones y sobremesas. El país entero quedó conmocionado.
Un sacerdote de pasado turbulento
El homicida, Pedro Castro Rodríguez, español de 44 años, había llegado a Buenos Aires tras un paso por Montevideo donde abandonó la Iglesia Católica para convertirse al anglicanismo. En la capital argentina se casó con Rufina Padín y Chiclano, y juntos intentaron sostenerse fundando pequeños colegios. La pobreza –persistente y cruel– los arrastró al límite, al punto de que Rufina terminó trabajando como lavandera para mantener el hogar.
En 1877, la necesidad volvió a acercar a Castro a la Iglesia Católica. Sus súplicas impresionaron al Arzobispo, quien –según afirmaba El Mosquito– lo reincorporó “con una ligereza injustificable”.
Pero Castro no abandonó a Rufina. En Azul continuaron viviendo como matrimonio y en 1878 nació su hija, Petrona María, reconocida con el apellido paterno.
Con el tiempo, la presión social volvió insostenible la doble vida del sacerdote, por lo que envió a su esposa e hija a Buenos Aires. Les enviaba dinero y viajaba a verlas, mientras su carrera eclesiástica ascendía.
El regreso a Olavarría y la noche del crimen
En 1880 fue nombrado cura párroco de Olavarría. Ocho años después, Rufina y su hija viajaron al pueblo para reunirse con él. Castro las esperaba en la estación. Esa misma noche del 5 de junio de 1888, las llevaría a la muerte.
Según reconstruyeron testigos y la prensa, tras una cena silenciosa Castro salió a la botica del pueblo y robó un frasco de veneno. Al volver, Rufina lo acusó de haber estado en una cita amorosa. Él lo negó, mostró el frasco y afirmó que era “un calmante para ella”.
Poco después embebió una miga de pan en la sustancia tóxica y la obligó a comerla. Al sentir los efectos del veneno, los gritos de Rufina frustraron su plan, y Castro terminó asesinándola a martillazos.
La pequeña Petrona, aterrada, también empezó a gritar. Para impedir que los vecinos escucharan, su padre la obligó a ingerir el resto del veneno y la sostuvo con fuerza contra su pecho hasta que murió.
Castro permaneció toda la noche velando los dos cuerpos.
El intento de ocultamiento y la sospecha del sacristán
A la mañana siguiente, falsificó documentos, consiguió un ataúd grande y aseguró que era para una mujer obesa. Metió los dos cadáveres juntos en el féretro. Al arrastrar el cuerpo de Rufina por los pies, dejó manchas de sangre en el piso del hogar parroquial.
El sacristán, que había visto llegar a las mujeres el día anterior, lo denunció a las autoridades.
El Mosquito lo describió así: “Espantoso debía ser ver a aquel monstruo arreglando a sus víctimas en el cajón!”.
El pueblo entero pidió justicia inmediata: querían que lo colgaran en la plaza pública.
El cura en prisión: una visita inesperada
Castro fue enviado a la cárcel de Sierra Chica. Allí lo visitaron, siendo jóvenes curiosos, el padre y el tío de Adolfo Bioy Casares.
“El cura estaba vestido con el traje reglamentario, de color punzó. Nos agradeció la visita y quiso que nos lleváramos una faja de seda tejida por sus propias manos”, recordaría el padre de Bioy.
Afirmaba que Castro, ya en prisión, se dedicaba a “edificar a los otros presos en el arrepentimiento y aconsejarlos para su redención”.
Epílogo funerario
Los restos de Rufina y Petrona descansaron durante años en el Cementerio de Olavarría, donde la tragedia dejó una marca imborrable en la memoria local. Hoy, esta historia forma parte del vasto universo de historias funerarias argentinas, donde tumbas, epitafios y silencios reconstruyen vidas quebradas por la violencia.
rufina
Espacio en el cementerio de Olavarría donde estarían sepultadas las víctimas.