Crónicas urbanas sobre el coronavirus: cómo funciona la teoría del aleteo de la mariposa

Nuestra periodista, en su día libre, recuerda los viajes que hizo y cómo se relacionan con una noticia impactante.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: cómo funciona la teoría del aleteo de la mariposa
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: cómo funciona la teoría del aleteo de la mariposa

Mendoza. 26 de abril. Día 38 de aislamiento D.V.

Sigo quedándome. Me acurruqué en el mismo día desde hace dos. Y aquí estoy.

Hoy me desperté a las 9.15. Dormité de nuevo porque sabía que era domingo: franco, encierro. Podía estar un rato más.

Cuando cerré los ojos apareció el paisaje extendido del altiplano que se bambolea desde el vidrio amplio y en panorámica del Expreso del Sur.

El tren traquetea por las vías meciéndonos. Vamos de Villazón a Oruro. Camino a La Paz.

En mi pereza de domingo estábamos en el corazón del oeste boliviano. En este presente de pandemias y recursos naturales extenuados por la expoliación, lo que importa de ahí es el litio.

En el extremo del vagón donde estoy tendida -literalmente, porque el cuerpo está casi desvanecido- hay un televisor modernísimo en el que se ve uno de esos videos de Wendy Sulca o el Delfín Quishpe. Un huayno en continuado que suena fuerte. El tren va con gente repleta de paquetes y bolsos que descansan en los portaequipajes de metal y a la vista.

Mi mente a casi 4 mil metros escucha los huaynos de lejos. De tanto en tanto los miro. Esos clips súper kitsch que se mimetizan con el esplendor del paisaje.

Oteo a lo lejos, medio adormecida por la altura y el sonido monótono del correr sobre los rieles. Un puño que aprieta el pecho. Parece angustia pero no. Puede casi palparse la ausencia de oxígeno mientras los ojos se pierden en la inmensidad de la puna y sus colores terrosos, azules, blancos salinos y brillantes. La fauna que aparece y desaparece entre los pestañeos.

Acostada aquí este domingo, vino ese instante de viaje a mi cabeza de hoy porque la sensación era parecida: un tiempo detenido, un adormecimiento, un estar y no estar, ser y no ser.

“No se puede viajar ahora”, pensé cortando en seco la imagen de la laguna sorprendente en plena altura de montaña con sus aves.

Ahora estamos aquí detenidos simulando movimiento. Recordando los tránsitos pasados e imaginando los futuros. Ya no serán iguales.

El virus no trajo eso. Eso es lo inevitable: el pasar por el mundo siempre cambiando. El virus lo que nos dio es el bestial y cruel contraste entre uno y otro estado de ese pasaje.

Abrí los ojos y vi la mañana nublada de la Mendoza del encierro. La mañana nublada de mi patio del encierro. Eran las 9.45. Temprano todavía. Seguía la pereza. Entorné los ojos nuevamente. Me fui.

Otra imagen de trenes. Distinta ahora. Muy distinta. Hileras de asientos repletos de cabezas y ojos contra el celular. Auriculares. Una grita sin pudor: “¡No… Noooo… Teléfono de mierda… Me está llamando… Noooo… ¿Qué miran la puta que los parió?... Teléfono de mierda… No!”.

El grito queda atrás. Se abren las puertas. Avalancha en torbellino de cuerpos pegados unos a otros, fricciones impersonales, sacos y carteras que se chocan para pasar primero. Mi cuerpo se vuelve un molinete envuelto en esa masa compacta que empuja para llegar a la salida: el molinete.

Subimos. Salimos del subte como quien surge del infierno húmedo y caliente. El viento frío choca en mi rostro por contraste mientras en las piernas continúa el vaho tibio hasta que abandono las escaleras mecánicas.

Camino por Corrientes hasta Angel Gallardo. Voy al encuentro de una amiga que sintió que las veredas brillantes de lampazo de nuestra Mendoza no eran el camino que quería recorrer.

Abrí los ojos otra vez. “Cómo van a hacer en Buenos Aires para mantener la distancia”, me pregunto intrigada todavía bajo el efecto de esas sensaciones. El virus en tiempo presente.

Y salté, como la pelota en el lugar, al aquí de mi aislamiento. “Hace un montón que no limpio la vereda. Desde que llegó el virus no lo hago. No es una costumbre mía pero ahora, con el otoño…”. Esa reflexión práctica terminó con la modorra.

Miré el reloj de nuevo: 10.30. Ya podía decirse que era una hora en la que bajar a desayunar. Una pura formalidad. En tiempos de virus las estructuras y las dinámicas son lábiles e inasibles. Por eso: ordenémonos. Puse a Malova y empecé con el yoga para después bajar.

Pasé un buen rato leyendo los diarios con el mate. Y, entre medio, Twitter. Vi un posteo que me llamó la atención: “al menos algo bueno tiene este tiempo: se murió el monstruo coreano”.

Una alarma absurda. Una deformación profesional. Aquí, en Mendoza, en la cuarentena, nada me modificaba que el líder de Corea del Norte hubiera muerto.

Vino a mí en la teoría del aleteo de la mariposa y cuánto la están esgrimiendo por estos tiempos de coronavirus. El mundo es nuestra casa.

Mi hijo bajó también con la novedad. Y quedó ahí. No encontré mucho. Siguió el día como un continuo estanco. Vi una película, leí un poco, otros mates. Anocheció.

Casi como un deporte busqué de nuevo, más por aburrimiento que por curiosidad. ¿Se habrá muerto Kim Jong-un?

Encontré algunas imprecisiones. Titulares como “Corea del norte: el país más cerrado del mundo”. La expresión intentaba explicar por qué nadie sabe dónde está ese gordito siempre serio y con cara de malo que nunca envejece. Gobierna en el norte de un país dividido por la guerra en la que intervino, cuándo no, Estados Unidos -ahora agonizante-.

Me reí para mis adentros. Hoy el planeta es el más cerrado del mundo. Corea del Norte es apenas un detalle. Como todo desde la perspectiva del virus.

Decían los rumores que la hermana del líder se preparaba para sucederlo. Decían que está muerto. Decían que está agonizando. Decían que se perdió. No fue al aniversario del fallecimiento de su abuelo: todo un acto multitudinario y militar.

Nadie sabe nada de Kim y están preocupados -¿de verdad?-. La CNN es la que anda la pesca de su paradero. Quizás les sirva para tapar los estragos que el virus está haciendo en su propio territorio.

El hombre tiene por costumbre salir casi a diario en los medios para hablar a los coreanos. Pero la última vez que alguien tuvo novedades de su existencia fue hace dos semanas.

Iba en un tren que le pertenece y que ahora está “estacionado en su complejo en la costa este del país desde la semana pasada”.

El aleteo de la mariposa. La pelota que rebota y vuelve al mismo lugar.

Entonces ya anochecida, entendí por qué todo el día estuve recordando trenes. Esos que viví también están estacionados: quedaron varados en una historia que quién sabe cómo volverá. Igual que Kim.

El virus nos iguala.

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