Fredric Jameson nos mostró que la parodia (lo moderno) transforma un texto, mientras el pastiche (lo posmoderno) imita un estilo. Pero, ¿qué supone, o antes, cómo se llama la parodia de la parodia, ese lenguaje que afecta tan mínimamente los enunciados a punto de transformarlos en imitación servil de otros? Es lo contemporáneo. ¿Cómo reconocerlo?
En una carta fechada el 18 de agosto de 1943, en Polvaredas (Las Heras), el ingeniero Tommy Plaget, joven profesional contratado para dirigir una obra ferroviaria en la provincia de Mendoza y protagonista de la novela El Ingeniero (1975), de Juan Rodolfo Wilcock, le cuenta a su viejita que “la otra tarde entró en mi habitación un húngaro que también se hace llamar ingeniero, pero que es un pobre europeo, con un cuchillo en la mano. Yo estaba tranquilamente acostado en mi cama, porque allí puede entrar cualquiera, leyendo a Dante Gabriel Rossetti, y el húngaro me dijo: ‘ingeniero refinado, tengo que matarte, apuesto a que en las venas en vez de sangre tenés kerosene...’ Como yo pensaba que estaba bromeando y la broma me parecía de mal gusto, no lo quise ni mirar y aquel estaba encima mío con el cuchillo y yo indiferente; después entraron los demás, lo sujetaron por atrás y me explicaron que son ataques que le agarran y se lo llevaron a la nieve para hacerlo volver en sí. Y así fui valiente sin saberlo”. Nada de duelos cuchilleros y borgeanos. Relativa indiferencia ante la muerte. El ingeniero va mudándose y acomodándose, obedeciendo siempre órdenes superiores, sin mayor queja; y aunque sus tareas aumentan y cambian, todo lo soporta con buen humor. Es un integrado.
A mediados de los ’50, Wilcock (1919-78) se muda a Italia. Su amigo, el escritor y editor Roberto Calasso, lo describe como un excéntrico para los parámetros italianos, al remarcar su intolerancia ante los lugares comunes y sus reacciones iracundas contra la idiotez, actitud rebelde que ejercitaba como una forma de anticonformismo. Desdoblado, escribía artículos bajo el nombre de Matteo Campanari para Il Mondo, que luego refutaba críticamente en otros, firmados como Wilcock. Así comentó espectáculos inexistentes, con tan sobria precisión, que el recurso hizo nacer al director catalán Llorenç Riber, autor de extrañas puestas en escena, como la de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, celebradas por su ortónimo.
Creo ver un retrato de Juan Rodolfo Wilcock, en la intervención de Calasso en el coloquio sobre Nietzsche hoy, de julio de 1972. Calasso parte de una idea presentada por Deleuze y se pregunta quiénes son los nómades hoy día. Define, inicialmente, al mundo contemporáneo como la parodia del pensamiento nietzscheano, parodia macabra comandada por el retorno de la mercancía y hasta por celebrar un congreso sobre Nietzsche.
Mundo de la post-historia, habitado por formas sin fuerza, en que el pasado ha devenido guardarropía teatral, es decir, todo lo que había previsto el fragmento 356 de la Gaya ciencia, “En qué medida la vida en Europa será cada vez más artística”. Describía Nietzsche allí la decadencia de rígidos papeles sociales, substituidos por una disponibilidad altamente problemática, porque cada vez que el hombre comenzase a descubrir en qué medida desempeña un papel y puede ser sólo un comediante, se vuelve comediante. “Surge así una nueva flora y fauna de hombres que, en una época más firme, más limitada no puede crecer o es mantenida ‘abajo’, bajo el anatema y la sospecha de deshonor —, surgen así cada vez las épocas más interesantes y más locas de la historia, en las que los ‘comediantes’, toda clase de comediantes son los auténticos señores. Por eso mismo, otra especie de hombres resulta cada vez más perjudicada, y finalmente hecha imposible, sobre todo los grandes ‘constructores’; se paraliza entonces la fuerza constructiva; el ánimo de hacer planes a largo plazo se desanima; los genios organizadores comienzan a faltar: ¿quién se atreve aún a emprender obras para cuyo acabamiento habría que contar con milenios? Pues muere precisamente esa creencia básica en relación con la cual uno puede contar de esa manera, prometer, anticipar el futuro con planes, sacrificarlo a los propios planes, la creencia de que el hombre sólo tiene valor, sólo tiene sentido como una piedra en una gran construcción, para lo cual en primer lugar tiene que ser sólido, tiene que ser ‘piedra’ … ¡Sobre todo — no ser comediante!”
En pocas palabras, lo que de allí en más ya no se podrá construir, es una sociedad en el sentido tradicional de la palabra; porque para esa construcción, falta todo, empezando por el material. “Todos nosotros no somos ya el material para una sociedad: ¡esta es una verdad que pertenece a la época!”. Lejos del progresismo o evolucionismo, respiramos tecnofeudalismo y lo que se impone, por lo tanto, son ordalías o juicios de Dios, esas técnicas medievales anteriores al derecho, en la búsqueda de la verdad. Para Nietzsche, la mayor servidumbre de la conciencia, su ceguera incluso, reside en no percibir la necesidad que la determina. El eterno retorno sería una máquina de simulación que se asimila a un proceso de autogeneración del mundo. Y en él, Nietzsche no sería más que un traidor de la tradición occidental, al imponer una extraña y corrosiva revolución. La fantasía del complot, tema trabajado por Klossowski, otro de los asistentes al congreso, es el temor y la permanente amenaza vivida por Occidente, algo que Gaza o las mismas playas mediterráneas no dejan de reproducir diariamente.
Los nómades están por todas partes, pero es imposible reconocerlos, a no ser por tenues señales, como en Franz Kafka o Robert Walser, el mismo que, con aguda lucidez, decidió pasar sus últimos veintisiete años de vida en un asilo de alienados. O como Wilcock, oculto como ingeniero en una montaña de Mendoza, camuflado como poeta hermético en el círculo de Sur o como escritor italiano, en su destartalada casa de Lubriano, traduciendo Beckett.
(*)Nació en Buenos Aires en 1950. Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Doctor por la Universidad de San Pablo (Brasil). Es Doctor Honoris Causa de la UNCuyo (2013).