Los partidos políticos argentinos se están diluyendo como la arena entre los dedos o el agua entre las manos. Por dos razones: primero, porque les resulta imposible adaptarse a la nueva realidad que trajo consigo Milei (o mejor dicho, que trajo consigo “a” Milei), y segundo, porque el objetivo político de Milei es disolverlos. Algo que nadie le puede reprochar porque acabar con la casta fue su principal promesa electoral y en gran medida fue votado por eso.
En la concepción política e ideológica de Milei, palabras como alianza, acuerdo, pacto o consenso son malas palabras, que sólo deben utilizarse en situaciones excepcionales y a desgano (como con los pactos de Mayo, que se firmaron porque no le salía la ley bases que era y es el fundamento programático y conceptual de su gobierno). Por eso no quiere acabar solo con el kirchnerismo, sino con toda la política y los políticos que no se le subordinen absolutamente a él.
En todo caso puede aceptar la palabra “negociación”, aunque solo para la coyuntura (con el macrismo para que le salgan los vetos, con el cristinismo, quizá, para que le salga lo de Lijo), pero en última instancia las palabras bien valoradas son cooptación o fusión. Sumarse acríticamente al gobierno o al oficialismo. O perecer.
Por su lado, en reemplazo de todos los partidos que se van cayendo, su adorada hermana Karina, está armando con paciencia de costurerita valiente, un partido hoy casi inexistente con gente políticamente aún mucho más inexistente. Un partido que sin tener nada dentro de él (excepto, o mejor dicho, el poder delegado de Javier Milei) no concilia ni siquiera con sus actuales aliados, más bien los combate (como en Capital Federal). Un partido que a la larga, a medida que se vayan pasando a él todos los cuadros políticos de los demás partidos, los hermanitos Milei buscan transformar en algo tan grande como lo fue el Partido Único de la Revolución, ese que luego se llamaría Partido Justicialista, que armó Perón en 1946 al asumir la presidencia, cuando le dijo a sus aliados electorales, en particular a los laboristas (que fueron el principal sustento del 17 de octubre del 45) que ya no existían rótulos en la nueva Argentina, excepto uno: el de peronista o justicialista. Los radicales, los conservadores, los izquierdistas y los laboristas debían olvidarse de donde provenían, so pena de ser condenados a volver a donde provenían y perderse la posibilidad de participar en la revolución. Todos acataron callados y mansitos. Salvo un par, que terminaron en cana.
En eso está hoy el presidente Milei: expulsa en cantidades cósmicas a todo funcionario que osa discrepar en lo más mínimo (y a sus parientes por portación de apellido) o aunque ni siquiera discrepe, porque debe dar un ejemplo de autoridad, demostrando que debajo de él, todos los que están no son nadie, y que si se creen algo más que nadie, serán definitivamente menos que nadie, echados -y además con malos modos- del paraíso.
Pero así como MIlei expulsa a montones de viejos compañeros de ruta, son muchos más los nuevos compañeros de ruta que se van incorporando todos los días abandonando los partidos aliados, o incluso hasta al díscolo peronismo. Son cada vez menos los que quieren perderse la fiesta del poder. Además, para colmo, hoy, abajo o por fuera de esa fiesta, solo está el desierto.
Así como Santiago Caputo le propone a Milei ser el emperador de una nueva Roma de la cual él se ofrece como arquitecto de su gestación (tal cual ocurre en el film Megalópolis, de Francis Ford Coppola, de lo que hablaremos el próximo domingo), su hermana Karina le propone ser el jefe único del partido único de la revolución. Y que enfrente, si queda algo, que sólo quede lo absolutamente inconciliable, o mejor dicho lo simbólicamente necesario para dar ficción de una pluralidad cada vez más inexistente. Pero, lo reiteramos, no tanto por culpa de Milei (él y su hermana sólo se aprovechan de lo que los preexiste) sino de los propios partidos y sus castas aterradas por perder las migajas del poder que con el kirchnerismo hasta podían compartir en una pequeña parte siendo oposición, pero con Milei parece que ni siquiera será así: Se está con él, o se es nada, absolutamente nada.
Cambiemos, o Juntos por el Cambio, sucumbió enteramente el día que ganó Milei, pero había empezado su agonía irreversible con la ridícula pelea entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta, que Macri no pudo impedir. A partir de allí los aliados de Cambiemos se desperdigaron hacia la nada y los partidos se partieron.
El drama del PRO ya es totalmente un diálogo de Hamlet. Mauricio Macri se esfuerza por mantener algo de autonomía política (y su primo Jorge solo busca defender el Álamo capitalino frente al asedio de las hordas karinistas) pero Patricia Bullrich le exige alineación inmediata, total y acrítica hacia el nuevo César, al cual ella ya se subordinó enteramente, aunque para ello debió negar todo lo que dijo e hizo en el resto de su vida anterior a Milei. Dos posiciones inconciliables, pero sobre todo para Mauricio Macri, que si se rinde al día siguiente no será nada, pero si decide oponer resistencia, al día siguiente del combate tampoco será nada. Como le pasó a Eduardo Duhalde, que no quería pelear pero Néstor Kirchner lo obligó a hacerlo: estaba políticamente muerto hiciera lo que hiciera.
La UCR está profundamente quebrada conceptual y políticamente. Entre gente como Alfredo Cornejo y Rodrigo de Loredo no existe la menor afinidad con el jefe partidario Martín Lousteau o Facundo Manes. Son el agua y el aceite, frente a Milei nada los une, todo los separa.
Para colmo, tanto el Pro como la UCR son dos partidos que por sí solos ninguno de ambos tiene más de un dígito de porcentaje de votos. No existen electoralmente hablando.
Quedan los gobernadores, de la UCR, del PRO, de los partidos provinciales y los del peronismo que cada día son más pelucas y menos cristinistas, pero estos mandatarios locales están aún peor, porque al carecer de presupuesto nacional, dependen de la voluntad de otorgar limosnas (o prebendas, según se comporte uno u otro), del gobierno nacional. Mejor dicho, de su comandante en jefe, Javier Milei, y de su corredor de bolsas, Luis Caputo, quien le maneja las finanzas. Para peor, a todos los mandan a hablar con Guillermo Francos, que a todos les dice que sí a lo que es no o “ya veremos” a lo que no verán nunca. Con tanta discrecionalidad absoluta, ya los gobernadores no son gobernadores, sino delegados del poder central en las provincias, o virreyes locales del poder real de la metrópoli.
O sea, no queda nada, salvo el gobierno, que ha decidido ejercer el centralismo concentradísimo, vale decir el poder total en manos de una sola persona, y por debajo un grupo de funcionarios aterrados para que no los echen por cualquier razón (o lo más habitual: por ninguna razón) y por eso balan más que las ovejas como única fórmula (y por lo demás, nada segura) de sobrevivencia.
Insistimos, no queda nada de nada. Ni Milei tiene partido, aunque espera, juntando a todos los que se van rindiendo. que son multitud, tener con el tiempo un solo y gran partido oficial, como dijimos recién.
Pero no nos olvidemos de Cristina, la única que se ofrece gustosa a ocupar el lugar de una oposición que hoy nadie quiere ser porque no hay políticamente cómo serlo ni desde donde serlo. Pero ella no tiene nada que perder. Aunque se quede sola contra Milei. Porque el peronismo en general, está cada vez más incómodo con ella, ya que a los peronchos, luego de tantos años de abulia oficialista, lo único que les place es ser inquilinos permanentes del poder, aunque sea desde la oposición, pero hoy están oliendo -y están oliendo bien porque tienen muy buen olfato como sobrevivientes- que oponerse frontalmente a lo que está pasando (eso a lo que los empuja Cristina) podría ser un grave error: no el oponerse particularmente a Milei sino al tiempo que él interpreta bien y que empuja al resto de los políticos a ser, lo quieran o no, representantes del pasado.
En síntesis, la UCR son dos UCR (o más de dos) que ya no tienen nada en común. En el Pro pasa lo mismo. Y en ambos no pasa nada.
El kirchnerismo, por su lado, es el único que libra un combate por la conducción entre Cristina y Axel Kicillof, pero sin el menor atisbo de renovación conceptual. Kicillof y Cristina piensan igual en todo, solo que ella se concibe como la reina del presente y él como el emperador del futuro. Mero palabrerío. Pueden ser enemigos a muerte si Milei mantiene su éxito, y pueden ser aliados totales si ven por donde penetrarle a Milei si se equivoca en algo. Por eso, Milei, para que no le pase lo de Macri, está dispuesto a eliminar de sí mismo el menor atisbo de debilidad, aunque para ello tenga que barrer hasta con la más insignificante de las disidencias, entre los propios y entre los cercanos.
Todo esto es lo que estamos viendo con palpable claridad en estos días. La construcción de una nueva hegemonía bajo el mandato de un jefe único. El tiempo que vivimos podrá ser tan inmensamente novedoso como para que nadie entienda claramente qué es lo que está cambiando y hacia dónde está cambiando (aunque, es cierto, todo intuimos que el cambio es mucho y profundo, lo amemos o lo odiemos), pero los métodos con los que se está construyendo el futuro son los que siempre se utilizaron en la Argentina del pasado. ¿Se podrán lograr objetivos totalmente nuevos con métodos absolutamente viejos? Nadie lo sabe. Como diría Hamlet, ser o no ser…..
* El autor es sociólogo y periodista. [email protected]