“El desierto crece”, escribió Nietzsche, con ese tono que no se sabe si es diagnóstico, metáfora o profecía. Frase que incomoda, que invita a pensar. El desierto, como símbolo de lo inabarcable, de la repetición, de lo igual. Una nada extensa. Una nada que pesa y abruma con su exceso de lo mismo. En el desierto contemporáneo donde vivimos no hay dunas, ni tormentas de arena. Lo que es casi seguro que hay son ráfagas de contenido vacío. Desiertos blandos, hechos de WiFi, donde el oasis es una story que dura quince segundos. Un desértico mundo saturado, que nos deja sedientos pero saciados con el líquido refrescante y poderoso de un scroll eterno.
País de arena
Frente a ese paisaje ¿que hacemos?: suponemos que esto es una playa y disfrutamos, como turistas, nuestro propio aburrimiento. Todo parece pensado para entretener, pero nada nos entretiene demasiado. Como si la tecnología hubiese construido un laberinto sin muros, donde nos perdemos no por falta de caminos, sino porque todos nos devuelven al punto de partida. El algoritmo es el nuevo mapa del desierto: muestra justo lo que ya viste. Y si viste una vez, verás mil mas. Bienvenidos a la inmensidad de lo mismo.
La nada como posibilidad
Pero –y aquí el giro nietzscheano– el desierto también puede ser otra cosa. No sólo amenaza, también oportunidad. Porque donde no hay caminos, se pueden trazar nuevos. La falta de senderos puede ser, si no se la dramatiza demasiado, un buen punto de partida y la posibilidad de pensar. Lo decía Sztajnszrajber, entre otras cosas que no caben en una remera: “el desierto es un lugar sin referencias, y por eso mismo es fértil para el pensamiento”. Porque allí no se trata de encontrar la salida, sino de pensar si hace falta una. Y darnos cuenta que estamos, tal vez, en el mejor lugar para empezar otra cosa.
Borges: siempre
En "Los dos reyes y los dos laberintos", Borges deja una imagen inteligente: el rey árabe que, ante el exceso arquitectónico del rey babilonio, responde llevándolo al desierto. “Mi laberinto es más sencillo –le dice– y tiene la cortesía de no distraer”. El babilonio muere allí, no por no entender el desierto, sino por no tener con qué enfrentarlo. El desierto no necesita puertas ni pasadizos secretos. Su poder está en lo que no tiene. En la ironía de ofrecerlo todo siendo nada. Y ahí entre las dunas, se revela un tipo de sabiduría que las apps no pueden imitar.
La hospitalidad silenciosa
Hay algo profundamente ético en quien habita el desierto. No se trata del contenido hollywoodense de aquel sobreviviente heroico que lucha contra la adversidad. Es más bien la figura callada del que comparte lo poco que tiene. Porque allí el avaro, se seca. Y el que da, sobrevive. La hospitalidad en el desierto es una generosa estrategia de humanidad. Y en esta época de consumismo, de voraz acumulación de datos, de dinero, de objetos, de opiniones, de "me gusta"; tal vez sea tiempo de volver a la ética silenciosa que dice: -Estamos en medio de la nada, si venís, te comparto la sombra-.
Mendoza: un invento sostenido
En lugar donde estamos es, literalmente, un invento en el desierto. Acá se trató de transformar la sequedad. De diseñar caminos al agua. De hacer lo posible, donde lo posible parecía improbable. Lejos del romanticismo, basta con mirar las acequias. O la arboleda que crece como si hubieran llegado por error a este lugar extremo. Alguien los trajo. Alguien los cuidó. Alguien la sostuvo. Lo notable no es que haya oasis. Lo notable es que siga ahí.
Nuevos mapas
En un mundo que premia la velocidad, la opción por la creatividad es casi un acto subversivo: Parar. Observar. Pensar. Escribir algo que no sea un tuit. Leer un poema que no termine en una moraleja o en un muralismo serial apunto de despintarse. El arte y la cultura son lo que queda cuando el resto se desintegra. Es la existencia de infinitas formas de mirar. Porque el desierto crece, y crece también la necesidad de sentido, de preguntas que no cierren, de pensamientos que no moneticen, de vínculos que no se midan en vistas o seguidores. El desierto que somos
El desierto no es lo otro. Somos nosotros
No está allá afuera: lo habitamos. Y en esa nada infinita hay una convocatoria: a pensar distinto, a crear con menos, a imaginar desde el límite, a escuchar. Desde este lugar improbable, terco, intensamente seco (no solo de clima), se sigue convocando a quienes estén dispuestos a seguir creando un oasis desde la periferia. Aunque la mayoría siga descansando, dócil y merecidamente, sobre la arena prolija de una playa diseñada por su propio algoritmo.
*El autor es presidente de FilmAndes