Un daño, más profundo que el causado por los ataques que sufre la libertad de prensa en nuestro país, es el que generan los agravios y avances del poder sobre la libertad de pensamiento. Se trata de un camino que nos lleva a los tiempos de la Inquisición y nos arrastra 600 años hacia el pasado, sembrando en la sociedad argentina un estado de ánimo colectivo de opresión e intolerancia.
Nos hemos acostumbrado a los gestos autoritarios y a una vocación totalizante del poder, que manifiesta así su voluntad de manipular las conciencias, con el fin de imponer la hegemonía de una mirada única de la historia que se pretende reescribir, y una forma única de mirar la realidad y el futuro. Es cosa de todos los días la rabia disparada contra quienes insinúan una mirada diferente a la que profesa ese dogma ideológico excluyente. Ese propósito inquisitorial enoja los espíritus, impide el diálogo y el libre intercambio de ideas, y promueve un clima de resentimientos.
Cualquier diferencia que pueda surgir, no ya entre adversarios sino incluso entre vecinos y amigos, puede hoy desatar reacciones de una violencia desproporcionada. Otra vez, divide a los argentinos esa brecha de intolerancia que ya vivimos a lo largo de nuestra historia. Libertad de conciencia y pensamiento, primera libertad.
El derecho de decir solo tiene sentido si podemos ejercer el derecho de pensar. Esto, que resulta de toda obviedad, es lo que estamos perdiendo en nuestras propias narices, como si se tratase de un ruido más entre otros que genera el trajín político de todos los días.
Fue justamente el debate en torno a la libertad de conciencia y el reclamo de la tolerancia, como única forma de convivir en el desacuerdo, iniciado a mediados del siglo XVI, el que abrió un camino de sangre y heroísmo hacia la conquista de las instituciones jurídicas y políticas que hoy protegen la libertad de palabra.
La libertad de palabra es desde entonces, un pilar del estado democrático, indispensable para la formación de una opinión pública libre y el debate abierto de las ideas. Es una forma de ejercitar el autogobierno, han llegado a decir los tribunales, por eso, un ataque a la libertad de expresión es simplemente un ataque a la democracia. La libre circulación de las ideas en el camino del progreso
La historia de los pueblos demuestra que la libre circulación de las ideas es fuente principal de creatividad, aproximación a la verdad y progreso.
Desilusiona, entonces, ver cómo tiramos por la ventana siglos de civilización cuando el poder menoscaba de manera escandalosa la libertad de pensamiento y de expresión.
Así como nos hemos acostumbrado al choque de los trenes y a convivir con el miedo, la inseguridad, la corrupción de los gobernantes, la persecución arbitraria de los organismos fiscales contra quienes son sospechados como disidentes, mientras se hacen los distraídos con los ilícitos de los amigos, también nos resulta natural que el estado compre comunicadores y empresas de medios, reclute cibernautas rentados para que inunden las redes sociales, promueva el adoctrinamiento de niños y jóvenes en las escuelas, asfixie la economía del periodismo independiente, o que altos funcionarios del Estado, se echen encima de un abuelo, un estudiante, un juez o un empresario que se anima a expresar un pensamiento crítico.
La persecución y la estigmatización de personas o grupos, que se predica desde el poder, se acerca peligrosamente a lo que se conoce como “discurso del odio”. Concepto que surge del impulso que las redes sociales le imprimen a la tendencia creciente a ejercer la libertad de expresión en los espacios públicos, donde las ideas se manifiestan muchas veces en forma relajada y violenta, definido como "aquellas palabras que por su sola pronunciación infligen daño o tienden a incitar un inmediato quebrantamiento de la paz" y ha dado lugar a que el Consejo de Ministros de Europa recomiende a los Estados miembros que deben impedirse "toda clase de discursos que, propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio fundadas en la intolerancia, comprendida la intolerancia que se expresa bajo forma de nacionalismo agresivo y de etnocentrismo, de discriminación, de hostilidad frente a las minorías, los inmigrantes y las personas procedentes de la inmigración".
Esta mirada institucional también será necesaria en la tarea impostergable de reconstruir el espíritu de tolerancia que necesitamos.
Poder y periodismo
Mal que nos pese, el fenómeno del poder es parte de la naturaleza humana, es inevitable para vivir en sociedad. Pero también la libertad está en la naturaleza de los hombres y el poder, es su enemigo más implacable. Por ello, la construcción de las instituciones que le ponen límites, como son las del sistema republicano, que entre otros principios establece el de la publicidad de los actos de gobierno, es una de las obras más grandes de la civilización.
Desde siempre, la lucha por la libertad se libró y seguirá librándose contra el poder, que en todas sus formas: económico, religioso, cultural, militar, tecnológico y, naturalmente, político, se nutre, como sabemos, del secreto. Cuando las instituciones que deben ponerle límites se doblegan por las debilidades de quienes deben sostenerlas, el límite aparece en el periodismo, cuya esencia es, justamente, la de poner luz sobre el secreto. Es en el periodismo donde la libertad encuentra su último refugio.
El límite de la tolerancia
Hemos hablado aquí del derecho a la libre circulación de las ideas, de periodismo y de la necesidad de construir una cultura de la tolerancia que permita el ejercicio de aquellos derechos.
¿Tiene límites la tolerancia? Los tiene. Llega hasta donde alcanzan las palabras. Que cada uno diga y escriba lo que quiera, que cada uno exprese sus diferencias del modo que desee y se haga cargo de las consecuencias legales que correspondan.
Lo que resulta inaceptable para toda la sociedad, pero especialmente para los periodistas y las empresas de medios, es que el poder, especialmente el político, para imponer la hegemonía de su pensamiento, persiga las diferencias de opinión y a quienes las expresen, con violencia física, económica o moral que lleven a su eliminación. Ningún periodista que se tenga por tal, ni siquiera aquellos que se consideren militantes, si es que ese periodismo es posible, puede hacerse el distraído frente a estos actos de intolerancia o, peor aún, aplaudirlos, sin caer en una traición a la libertad y al oficio.
La vocación de los hombres por la libertad de pensamiento y de palabra, la naturaleza de los periodistas e incluso la idiosincrasia de las redacciones, escapan inexorablemente a los límites que se les quiera imponer, incluso desde las propias empresas editoriales.
La belleza, inteligencia y valentía con las que, a lo largo de la historia, construyeron una cultura de la tolerancia aquellos que sostuvieron el derecho de pensar libremente hacen un llamado apasionante al periodismo, que tiene la misión de informar y el arte de comunicar, para que no deje de alertar a sus audiencias que la libertad de pensar y de decir lo que se piensa no es una conquista definitiva de la civilización y que en el camino de la censura lo que está en juego, al fin y al cabo, es la vida.