San Martín y Mendoza en la mitología nacional

Las imágenes o representaciones del Padre de la Patria a lo largo de la historia argentina invitan a realizar un doble ejercicio de reflexión: el que distingue a San Martín como actor crucial de la independencia sudamericana y el que analiza las lecturas, intervenciones y sus públicos en el tiempo. Como que cada gobierno y cada época tuvo su propio San Martín. Sería la conmemoración del Centenario de la muerte del Libertador la que llevaría a la apoteosis el culto sanmartiniano. En esa coyuntura Mendoza fue anfitriona del congreso que reunión comitivas de todo el país. El discurso del rector de la UNC Cuyo, Irineo Cruz, remarcó la importancia del evento en la movilización de la “conciencia histórica nacional”.

Monumento al Ejército de Los Andes en el Cerro de la Gloria en la Ciudad de Mendoza
Monumento al Ejército de Los Andes en el Cerro de la Gloria en la Ciudad de Mendoza

La historia de Mendoza está asociada con San Martín quien manifestó gratitud eterna por el colosal esfuerzo realizado por la causa de América. Cada efeméride y rincón de la provincia precipita en nuestra memoria el estelar trayecto del Libertador. Allí están los retratos, estatuas, calles, plazas, parques, sitios, museos y monumentos que honran la epopeya del Cruce de los Andes y los triunfos de Chacabuco y Maipú.

Esas imágenes o representaciones del Padre de la Patria invitan a realizar un doble ejercicio de reflexión: el que lo distingue como actor crucial de la independencia sudamericana, y el que analiza las lecturas, intervenciones y usos públicos en el tiempo.

El primero ofrece una historia de vida enraizada en la incertidumbre abierta con la Revolución y la indeterminación de las comunidades políticas nacidas del derrumbe del imperio español. Entre su arribo a Buenos Aires y su salida del Perú, transcurrieron diez años. En ese lapso, el perfil del militar fogueado en la guerra contra las tropas napoleónicas había cedido paso a la consagración de una trayectoria ejemplar que lo había conducido de Buenos Aires a Tucumán, de Cuyo a Chile y de Santiago a Lima para iniciar el peregrinaje que lo retuvo en Mendoza en 1823, llegar a Buenos Aires y recoger a su hija con quien regresó al Viejo Mundo. A esa altura, la aspiración de liberar un continente entero estaba a un paso de ser cumplida. Para entonces, el drama abierto con las guerras de revolución había dado lugar a la eclosión de patrias enraizadas en las antiguas jurisdicciones coloniales que bloqueó la ilusión de federar los estados independientes bajo el sistema constitucional auspiciado por los filósofos de la Ilustración.

Pero ese presente político, preñado de luchas intestinas, era todavía insuficiente para erigirlo en la cúspide del panteón nacional. Esa tarea sería concluida más tarde cuando Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez, Mitre y otros cronistas del pasado revolucionario, pusieron en marcha la empresa de crear una cultura e identidad nacional. Pero como todo ejercicio de memoria, el rescate del venerado prócer era selectivo en cuanto dejó en suspenso su pasado monárquico y priorizó el perfil militar subordinado al poder civil con el fin de enraizarlo en la tradición republicana.

Esa clave de lectura no permaneció intacta en el siglo XX. La enorme difusión de la imagen del Santo de la Espada, consagrada por Ricardo Rojas, la multiplicación de lugares de memoria erigidos en su honor y la creciente intervención de las fuerzas armadas en la vida pública del país, introdujeron un giro interpretativo sustancial que lo despojó de la tradición del republicanismo liberal y lo sedimentó en el nacionalismo militar. No se trataba de un asunto ajeno al interés del gobierno de los coroneles instalado en 1943 que sería fortalecido por Juan Perón antes y después de ser electo presidente en 1946: en 1944 había visitado Mendoza para encabezar la ceremonia en la que la Virgen del Carmen fue declarada generala del ejército, y en 1949 había instado a brindarle devoción perpetua en la apertura de la asamblea constituyente que habilitó la reelección presidencial.

Pero sería la conmemoración del Centenario de la muerte del Libertador la que llevaría a la apoteosis el culto sanmartiniano. En esa coyuntura Mendoza fue anfitriona del congreso que reunió comitivas de todo el país. El discurso del rector de la Universidad Nacional de Cuyo, el Dr. Irineo Cruz, remarcó la importancia del evento en “la movilización de la conciencia histórica nacional”, colocó la revolución peronista como “antífona exacta de la gesta sanmartiniana” y asoció “la peraltada ejemplaridad de San Martín” con la del “Libertador político y social de la Argentina que vivimos”. A su juicio, sólo el “segundo conductor” estaba en condiciones de “hablar del primero” porque como “especialista del presente y constructor del futuro” estaba en condiciones de evaluar el pasado. Ubicado como único interprete de la epopeya sanmartiniana, el presidente exaltó el vínculo entre Buenos Aires y Cuyo por constituir teatros decisivos de la vida del homenajeado: la primera por ser la metrópoli “moral” que impulsó la hazaña, y la segunda por haberse convertido en “cuna de la gloria que había soñado en Tucumán”. Por ello, como heredero del mandato del Gran Capitán, Perón rendía homenaje a las provincias cuyanas.

La representación del San Martín evocado en 1950 no habría de permanecer intacta en los años siguientes, sino que sería objeto de nuevas lecturas e intervenciones públicas insertas en la antinomia peronismo / antiperonismo. En ese contexto, el culto sanmartiniano habría de erigirse en un punto casi inmóvil de quienes apelaron a su figura para intervenir en el combate político y cultural. Un personaje o mito puesto al servicio de filiaciones divergentes, aunque estructuradas todas en concepciones nacionalistas y revisionistas, marxistas o hispano-católicas, orientadas a refundar “la verdadera historia” en rechazo de sus “falsificaciones”.

La era democrática introdujo novedades en los usos públicos del héroe. En particular, porque el éxito de Raúl Alfonsín expresó el nuevo consenso liberal-democrático y dejó en suspenso la interpretación revisionista del pasado nacional por el descrédito del nacionalismo militar ante la derrota en Malvinas. No obstante, el triunfo de Carlos Menem reinstaló el debate sobre el pasado y el presente nacional. Ya en el discurso de asunción ante la Asamblea Legislativa, quien había despedido los restos del general Perón en el mismo recinto en representación de los gobernadores, declaró la voluntad de restablecer la unión nacional para lo cual trazó el linaje de las antinomias entre los principales referentes políticos del siglo XIX. Ese anticipo se tradujo en la decisión de repatriar los restos de Juan Manuel de Rosas, el ícono del revisionismo histórico, que el Perón de mediados del siglo XX no había impulsado, pero que había juzgado propicio en su tercera presidencia. La ceremonia se realizó el 30 de septiembre de 1989 cuando las cenizas del otrora Jefe de la Confederación argentina, que yacían en Southampton desde 1877, arribaron a Rosario y fueron cargados en un buque que recorrió el Paraná para hacer pie en el sitio que evocaba la defensa de la soberanía nacional contra la agresión anglo-francesa, y ser sepultado en el cementerio de la Recoleta ante el veto del arzobispo de Buenos Aires a que descansara junto a San Martín, Las Heras y Guido en el Altar de la Patria.

En el discurso de recepción, Menem apeló a la expresión del autor del Martín Fierro “saber olvidar es también tener memoria”, en la cual latía la decisión de indultar a los militares con responsabilidad en la violación de los derechos humanos de la última dictadura, y a líderes de la organización Montoneros como piedra de toque de conciliación y domesticación de las fuerzas armadas. A la vez, el olvido oficial fue correlativo al homenaje a los Caídos de Malvinas en la plaza San Martín. Con el emplazamiento del cenotafio, la política oficial se diferenciaba del gobierno anterior, ponía a Malvinas en el centro de la escena, la extraía del exclusivo dominio militar y la asociaba con San Martín. Pero ese registro memorial no sería exclusivo en tanto el objetivo del gobierno argentino de reanudar las relaciones con el Reino Unido, y proyectar la inserción de la Argentina en el concierto mundial, se tradujo en el emplazamiento de estatuas en ciudades europeas, americanas y asiáticas.

El momento del Bicentenario de Mayo y los comicios presidenciales de 2015 daría lugar a nuevos usos públicos de San Martín. Y si bien en los discursos oficiales tuvo un lugar subordinado frente a Eva Perón y el general Belgrano, la liturgia estatal interpretó su accionar como expresión del vínculo entre líder y el pueblo e intervino en las fechas y objetos del general con el fin de ponerlos al servicio de la militancia política, el Estado y la Nación. Así, mientras el día de su natalicio fue asociado con el del expresidente Néstor Kirchner, en los festejos del 25 de mayo su viuda encabezó el acto que devolvió al Museo Histórico Nacional el sable corvo del Gran Capitán por constituir uno de los “máximos símbolos del país” que representan “la lucha por la libertad, la dignidad y la soberanía de nuestra Nación y de los pueblos hermanos de América Latina”. No se trataba de un asunto menor: en 1963 el famoso sable que San Martín legó a Rosas había sido sustraído por la juventud peronista en rechazo a la proscripción del líder, y permanecía en custodia del regimiento de granaderos desde 1967. Fue ella quien colocó la reliquia en la vitrina escoltada por los sables de Belgrano, Las Heras, Dorrego, Brown y Rosas. Con ese gesto, Cristina Fernández de Kirchner enlazaba el legado sanmartiniano con su gestión de gobierno, y lo recostaba en la selectiva genealogía peronista que había echado un manto de olvido de su doble historia reciente: la del último gobierno de Perón y la administración neoliberal de Menem.

* La autora es Historiadora. CONICET y UNCuyo.

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