En “Extranjeros residentes: una filosofía de la migración” (2020), argumenta Donatella Di Cesare que la nuestra es época de diasporización mundial. Secularmente, la modernidad negó el exilio, acción cuyo corolario fue el aprisionamiento social en Estados-nación, una forma de habitar que promovía la convergencia entre el sujeto y su lugar natal. Al romperse esa unidad, surge un individuo que bien puede habitar cualquier lugar, pero no se siente a gusto en ninguna parte. La diasporización nos permite entrever un nuevo modo de habitar, elevando a norma un uso antes excepcional. Ahora, cualquiera es un exilado que ignora serlo y, en su expuesta desnudez, esa desterritorialización inquieta profundamente a cualquier existencia. La vida ya no puede imaginarse como un continuo con la tierra, sino una fisura irremediable que se instala en el sujeto, más aún si es un artista.
Hasta el 5 de octubre, la muestra Pop Brasil: vanguarda e nova figuração 1960-70, en la Pinacoteca Contemporânea, de São Paulo, exhibe trabajos de Teresa Nazar (Mendoza, 1 abr.1933 – São Paulo, 16 jun. 2001). La ocasión me hace volver a considerar su Salão de Beleza (1966), una obra en chapa de aluminio, yeso, alambre, acrílico, virulana, plástico, resina de poliéster y pintura sobre compensado, en que la artista crea una sutil sintonía, totalmente premonitoria, con “Salón de belleza” (1994), la novela del escritor mejicano Mario Bellatin: “Hace algunos años, mi interés por los acuarios me llevó a decorar mi salón de belleza con peces de distintos colores. Ahora que el salón se ha convertido en un Moridero, donde van a terminar sus días quienes no tienen dónde hacerlo, me cuesta mucho trabajo ver cómo poco a poco los peces han ido desapareciendo” (Bellatin, Mario – “Salón de belleza” in Obra Reunida. México, Alfaguara, 2014).
El salón de belleza se transforma, gradualmente, en cementerio de elefantes, un campo de concentración cuya imagen, en la obra de Teresa Nazar, se materializa en los secadores / cascos de silla eléctrica.
No se trata de una composición figurativa, aunque sea figural y su metamorfosis, particularmente inquietante: “el salón de belleza no es un hospital ni una clínica, sino sencillamente un Moridero. Del salón de belleza quedan los guantes de jebe, la mayoría con huecos en las puntas de los dedos. También las vasijas, los ganchos y los carritos donde se transportaban los cosméticos. Las secadoras, así como los sillones reclinables para el lavado del pelo, los vendí para obtener los implementos necesarios para la nueva etapa en la que ha entrado el salón. Con la venta de los objetos destinados a la belleza compré colchones de paja, catres de fierro y una cocina a kerosene. Un elemento muy importante que deseché en forma radical fueron los espejos que en su momento habían multiplicado con sus reflejos los acuarios, así como la transformación de las clientas a medida que se sometían a los distintos tratamientos que se les ofrecían”.
El salón es una alegoría de la propia obra de arte en la época de su reproductibilidad. Es “de belleza”, como la obra, pero es, simultáneamente, un lucrativo y terminal matadero: “entre las donaciones, las herencias de los fallecidos y los aportes de los familiares logré reunir un buen capital”.
Al volverse inoperante, el salón se sitúa del lado sacer, insacrificable, como pulsión del pathos, comunicación o contagio, pero no articulación entre partes inconexas, tal como en otra obra de Nazar, Ônibus (1975). En esos collages y performances muy 68, Teresa desea desobedecer, pero consigue recapitular el pasado, aunque esa nueva condensación no alimente figuras de futuro. Sólo cuando nuestra mirada recapitula la fugacidad del instante presente, la imagen se vuelve figura de lo actual. La imagen no procede, por tanto, de lo que finge ser, sino que coincide apenas con aquello que, recapitulado, se transfigura. Y, al contrario, la recapitulación es tan sólo el desempeño del carácter figural del pasado.
En sus clases en la UNCuyo, en 1954, Teresa aprende que el artista es un sismógrafo o sintetizador de las tendencias actuales. Se inscribe así en una tradición muy precisa. Alineándose con Nietzsche-Burckhardt-Warburg, Teresa Nazar incorpora la noción de obra como receptora de ondas de choque. Aby Warburg consideraba precisamente a la memoria como una energía dinamofórica, que transforma fuerzas, y la obra de arte sería tan sólo un teatro de dichas fuerzas: el salón de belleza. Alumna de la incipiente teoría de la formatividad, esbozada por Luigi Pareyson en su claustro mendocino, Nazar opera con fuerzas lineales y ateleológicas, tal como Bellatín. El “salón de belleza” es pues una imagen de pensamiento, como la bautizó Benjamin.
No es tanto una fuente, sino un concepto. Trae a nuestra sensibilidad materiales a ser analizados y visiones de la historia condensadas en figura. Son muchas veces imágenes prosaicas o poco interesantes; no obstante, indispensables para la historia cultural, como lo atesta el reciente debate entre Didi-Huberman y Enzo Traverso (Images de la politique, politique des images. París, Ehess, 2025). Dichas imágenes son formas en formación, formas indefinidas y potencialmente infinitas. No exactamente una Gestalt, sino una Gestaltung (proyecto, diseño, configuración), en sintonía con lo que Paul Klee fijara en su teoría de la forma. Pero, por eso mismo, no se agotan en un abordaje formal. Son movimiento. Movimiento de la historia. Preámbulo del actual tecnofeudalismo.
*El autor es Catedrático en la Universidade Federal de Santa Catarina e investigador del CNPq, en Brasil