Pactos tipo Moncloa en la Argentina: un horizonte improbable

La idea de un pacto nacional que siente las bases de una nueva forma de convivencia entre actores políticos, sociales, económicos, intelectuales, etc. responde a la convicción ilustrada de que “hablando se entiende la gente”. Ese axioma, que es fuertemente aspiracional, no siempre funciona en la práctica.

El juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David.
El juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David.

Conforme se prolonga sin esperanza la recesión económica, aumenta la marginalidad y la pobreza, se profundiza la erosión educativa y cultural y la política continúa degradándose, empiezan a escucharse las voces que piden un gran acuerdo nacional, similar a los que se firmaran en el Palacio de la Moncloa en 1977.

Esas voces surgen de ámbitos como el periodismo, la academia o los analistas, que poseen una alta racionalización de la política. En épocas de crisis los fieles del politeísmo democrático de los valores (la expresión es de Giacomo Marramao) se convierten al monoteísmo, claman por un dios único y omnipotente. Dialogante, pero omnipotente. Explican, como un argumento de peso, que es algo que todavía no se ha intentado en nuestro país: sólo en lo inédito parecen encontrarse las soluciones. La idea de un pacto nacional que siente las bases de una nueva forma de convivencia entre actores políticos, sociales, económicos, intelectuales, etc. responde a la convicción ilustrada de que “hablando se entiende la gente”. Ese axioma, que es fuertemente aspiracional, no siempre funciona en la práctica.

Su propósito es arribar a un acuerdo básico en materia institucional, económica, fiscal, jurídica (la lista puede alargarse, poniendo en riesgo la idea misma de “acuerdo básico”) compartido por todos los actores relevantes del escenario nacional, que los comprometa y los obligue de forma conjunta a objetivos comunes.

Este sería el punto de partida de una nueva senda de crecimiento y desarrollo integral del país. La idea parece buena. Hay que preguntarse si es posible llevarla a la práctica en el actual contexto argentino.

Los Pactos de la Moncloa tuvieron lugar en un momento fundacional, constituyente, en el que fueron convocados unos interlocutores que por un lado estaban en pie de igualdad (como interlocutores) y que no tenían nada (o muy poco, por el momento) pero que en la medida en que manifestaran una voluntad resuelta a ponerse de acuerdo, estarían destinados a ser partícipes necesarios del nuevo orden.

Más allá de sus diferencias eran conscientes de que si no acordaban se quedarían afuera del sistema político y económico que estaba configurándose. Por otra parte, la memoria colectiva de esos actores estaba determinada por dos experiencias recientes que aparecían como amenazas en el horizonte: la recaída en un régimen autoritario y el espectro de una nueva guerra civil.

La convocatoria se hacía desde un poder provisional pero vigente, que se extendería hasta que se produjera la entrada en vigor de la proyectada constitución. Existió una voluntad deliberada de restringir el acuerdo a unos actores muy determinados, lo que revelaba a las claras la concepción que se tenía del futuro del país: partidos políticos, empresarios, sindicatos. Los excluidos no quedaron afuera por su irrelevancia, precisamente: fue el caso de organizaciones políticas muy poderosas, como Falange Española, y también de la Iglesia, factor decisivo de poder durante el franquismo.

La Argentina, en cambio, no está en una instancia fundacional. Todo lo contrario: su situación actual es puramente inercial. No nos encontramos en ese momento plenamente político (“el tesoro perdido de las revoluciones” del que hablaba Hannah Arendt), en el que nos sentamos a discutir cómo nos organizamos. Ya estamos organizados. Mal organizados.

Las partes están dispuestas a pactar cuando no pueden seguir asumiendo el costo del conflicto o cuando el statu quo se vuelve insostenible. En la Argentina no se da ni un caso ni el otro. Unos entienden que el conflicto es la relación más rentable con los otros actores. Otros se sienten cómodos con el statu quo. Los que sufren las consecuencias tanto de la conflictividad de unos como de la conformidad de otros no tienen voz ni tendrán participación en el pacto. Las marchas ciudadanas autoconvocadas son efecto del malestar, no causa del cambio.

Quiénes

El actor convocante de un gran acuerdo nacional, por la centralidad propia de la política, es el Gobierno. Dentro del primer núcleo de convocados deberían estar los partidos políticos. En tanto investidos de representatividad y responsabilidad principal para establecer el nuevo orden político institucional, se hallan en condiciones de convocar a otros actores: empresarios, sindicatos, organizaciones intermedias, instituciones de la sociedad civil.

El problema es que el sistema argentino de partidos está sumido en una degradación sustancial, de la que no cabe esperar recuperación. Ninguno tiene una entidad suficiente: en su lugar hay estructuras lábiles, cohesionadas por intereses tácticos y liderazgos personales. Cabe la posibilidad de que los pactos sean firmados por los correspondientes líderes. Los pactos duran lo que duran los liderazgos. Pero además tenemos un antecedente muy negativo con el pacto Menem-Alfonsín, que nos dejó un mal segundo período del primero y -lo que es peor- una constitución escrita con las mejores intenciones pero que no ha hecho sino agravar los males del país.

La debilidad en ese núcleo convocante impide ulteriores convocatorias a otros sectores, que están igualmente afectados por la atomización y la pérdida de representación corporativa. No hay cómo pactar porque los eventuales pactantes no poseen suficiente masa crítica. Y después está la maraña corporativa que impide cualquier progreso en un sentido determinado. Con un notorio efecto de solapamiento mutuo, que forma un entramado de intereses concurrentes: Estado-empresas-sindicatos-organizaciones sociales. Todos están cómodos en su espacio de depredación: nadie se pone en el predicamento de perder en el corto plazo para ganar en el largo.

A la pregunta por el núcleo convocante y la representatividad de los sectores convocados le sigue la amplitud de la convocatoria. Parece que, a pesar de todo, partidos, empresas y sindicatos deberían estar incluidos. Pero ¿qué pasa con las entidades políticas subnacionales, propias de un Estado federal? Los pactos de la Moncloa tuvieron lugar con anterioridad a la implementación del régimen de autonomías. ¿Y las organizaciones sociales, cuya capacidad de acción no ha hecho sino crecer, en parte gracias a las transformaciones socioeconómicas en curso y a una vasta política asistencial con recursos provenientes del Estado? La Iglesia ¿podría ser excluída? Por otra parte ¿qué sucedería si alguno de los firmantes pusiera como condición de su anuencia la resolución de intereses particulares, como procesos judiciales en curso?

En la medida en que se incluyan más sectores al eventual acuerdo nacional, más intereses entrarán en juego, más negociaciones serán necesarias, más concesiones habrá que hacer, y como efecto previsible, menor será el efecto transformador. La eficacia de un acuerdo como el que se pretende es que los sectores no convocados se vean forzados a adaptarse a las nuevas circunstancias. Pero si se les da voz y voto buscarán preservar su posición, debilitando así el poder de imponer los lineamientos fundamentales.

Sin un núcleo convocante fuerte, sin sectores bien representados, sin confines de convocatoria definidos, el gran acuerdo nacional parece una iniciativa destinada al fracaso.

Para qué

Para que un gran acuerdo nacional cumpla con las expectativas de un cambio sustancial y no se limite a consagrar el estado de cosas –al modo del Rey que aparece en El Principito- necesita ser planteado sobre una visión estratégica bien concebida. Cualquier acuerdo estratégico supone:

  1. objetivos racionales, claros y asequibles;
  2. medios proporcionados;
  3. inclusión de los actores relevantes;
  4. diseño que tenga en cuenta los obstáculos y eventuales contratiempos;
  5. despliegue temporal extendido.

Esas son, coincidentemente, las bases fundamentales de la política. La Argentina, por su parte, está muy despolitizada. Esa despolitización se manifiesta de forma evidente en esos sectores supuestamente hiperpolitizados que reivindican la supremacía de la política, pero no la entienden como una acción arquitectónica, sino como conflicto.

“En la Argentina el largo plazo no existe”, decía Juan Carlos Pugliese. Si no hay largo plazo, entonces no hay política propiamente dicha. Política es la actividad que realizan quienes se ocupan de la organización y el gobierno de una comunidad.

La organización argentina, como le resulta evidente a cualquiera que no quiera engañarse, es muy deficiente. ¿Y en cuanto al gobierno? Marcelo Cavarozzi tiene una hipótesis muy buena: “¿Por qué al peronismo le va tan bien en la Argentina? Porque es extremadamente funcional a una sociedad que no quiere ser gobernada”.

Pactar supone ponerse primero de acuerdo y después, someterse a las reglas del acuerdo. El todo es mayor que la parte. La perspectiva estratégica pasa por ahí. Me someto, me dispongo a ser gobernado, y eventualmente a gobernar, respetando el acuerdo. En la vulneración continua de las preceptivas constitucionales se hallan las disposiciones reales de los argentinos a respetar las normas y los pactos. A ser gobernados.

En la Argentina gobernar se concibe como entablar conflictos con el objetivo de obtener hegemonía pero sin un proyecto político de destino. La lógica del conflicto supone la imposición coactiva de las reglas al adversario vencido. Es la lógica del populismo. Loris Zanatta extrae una sombría consecuencia: cuando se impone, es extremadamente difícil contrarrestarla con medios no populistas. Los acuerdos, el diálogo, la institucionalidad, las normas son sinónimos de ingenuidad, cuando no de claudicación lisa y llana.

En este sentido es relevante la representación que tiene de sí el peronismo en sus formas diversas y proteicas. Al atribuirse no solo la representación, sino incluso la encarnación exclusiva de la voluntad política de lo nacional y popular, cualquier pacto o acuerdo supondría la nivelación impropia del todo (el peronismo) y la parte (el resto de los actores sociales, que siempre representan intereses particulares). Desde su punto de vista el pacto sólo podría responder a necesidades tácticas o de oportunidad. En el momento en que esas motivaciones desaparecieran, el peronismo restablecería la jerarquía entre el todo y la parte, y dejaría de observar el pacto. Maquiavelo extiende su larga sombra.

Conclusión

Resulta difícil pensar en la posibilidad de un pacto nacional. No hay contexto propicio, no hay un núcleo de pactantes claramente identificable, no hay disposiciones concurrentes en ese sentido. Mientras que las demandas por tal acuerdo provienen de sectores marginales, sin poder ni influencia suficiente, ninguno de los eventuales miembros firmantes parecen muy entusiasmados con la idea. Esto podría deberse a dos causas diversas. Por una parte no existe entre ellos la preocupación grave de un estado general de cosas crítico, insostenible. Por la otra, nadie quiere entrar en negociaciones si no sabe cuáles serán sus eventuales socios, porque de eso dependerá el valor, la perdurabilidad y el éxito del pacto.

¿Y entonces? Si los intereses corporativos dominantes no parecen dispuestos ni urgidos a deponer sus posiciones en beneficio del interés público -es decir, si no cabe esperar ese concurso de voluntades que imaginan los ideólogos del moncloísmo- la única posibilidad de salir del autobloqueo nacional es la emergencia de una fuerza política en condiciones de alcanzar el poder, con un proyecto bien definido que concentre el apoyo de los perjudicados por el estado de cosas y se ajuste a una secuencia estratégica de conflictos.

Tito Livio cuenta la historia de los trillizos Horacios, que se enfrentaron en combate singular contra los trillizos Curiacios para acabar de una vez con la guerra que enfrentaba a Roma, ciudad de los Horacios, con Alba Longa, de la que provenían los Curiacios. En el curso del combate mueren dos de los Horacios, pero no sin infligir heridas a los Curiacios. El superviviente decide alejarse, no solo para ganar tiempo sino para distanciar entre sí a sus debilitados enemigos, forzados a la persecución. De ese modo logra enfrentarlos por separado y vencerlos.

En las actuales circunstancias, las estrategias de fuerza son bastante menos ingenuas y más realistas que las de consenso. En esto también consiste la política.

*El autor es Profesor de Filosofía Política.

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