Como era de esperar, la medida cautelar del juez federal sobre los polémicos audios que involucran a funcionarios del gobierno nacional en actos de corrupción pobló debates en los medios, redes sociales y no estuvo ajeno a la contundente derrota de LLA en el distrito que concentra el 40% del padrón electoral. Si algunos arguyeron que se trataba de una maniobra para frenar la difusión de nuevos audios ante la contienda electoral donde Milei y los suyos medirían fuerzas con los oficialismos territoriales de cada una de las ocho secciones electorales de la provincia de Buenos Aires, otros asociaron la iniciativa con la censura, una práctica que bien sabemos es inadmisible con la vida democrática. Aun así, en estas épocas saturadas de noticias (verdaderas o falsas) que se difunden en plataformas, streamings, radios, blogs y redes sociales develan lo que es evidente hace rato: el declive del monopolio de los medios de comunicación masiva en la formación de la opinión pública, y sus efectos correlativos en la puja por instalar agendas susceptibles de interpelar audiencias fragmentadas.
Una historia atribulada, como muchas otras, en tanto la libertad de expresión y su contracara, la censura, emergieron en la vida pública con la era de las revoluciones y las constituciones liberales en base al debate abierto en el siglo XVIII sobre los límites o mecanismos de control al poder político. Desde entonces, la “libertad de pluma”, como la definió Kant, se convertiría en el “único paladín de los derechos del pueblo, siempre que se mantenga dentro de los límites del respeto y el amor a la Constitución en que se vive, gracias al modo de pensar liberal de los súbditos, también inculcado por esa Constitución, para lo cual las plumas se limitan además mutuamente por sí mismas con objeto de no perder su libertad”. Erigida en principio seminal del juego político contemporáneo, la libertad de expresión (o de imprenta) integró el catálogo de derechos inscriptos en textos jurídicos y constitucionales fundacionales. La misma quedó refrendada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 del siguiente modo: “la libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciados del hombre; todo ciudadano puede por lo tanto hablar, escribir e imprimir libremente, a condición de responder a los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Dos años después, la Constitución francesa de 1791 la incluyó en el ramillete de derechos naturales y civiles estableciendo “la libertad de todos los hombres de hablar, de escribir, de imprimir y publicar su pensamiento”. Al otro lado del Atlántico la libertad de expresión experimentó un recorrido semejante cuando los padres fundadores de la primera república representativa y federal moderna, Estados Unidos, aprobó la Primera Enmienda a su Constitución de 1791: “El Congreso no promulgará ley alguna (…) que restrinja la libertad de expresión o de prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar al Gobierno la reparación de agravios”.
Como no podía ser de otro modo, el mundo hispanoamericano tradujo tales principios en sus reglamentos y textos constitucionales en medio de la debacle de la monarquía española disparada con la invasión napoleónica a la península, y la reversión de soberanía a los pueblos por la que los americanos decidieron tomar el destino en sus manos y fundar las bases del autogobierno. El debate público o “guerra de pluma” en la antigua metrópoli imperial gravitó en 1810 en el decreto que establecía: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. Entretanto, en Buenos Aires, el primer triunvirato emitía en 1811 un reglamento semejante pero mucho más preciso en tanto se hacía eco del dilema en torno a su ejercicio, sus eventuales abusos y sus sanciones. Para ello apeló a la tradición inglesa y recogió las recomendaciones de Jeremy Bentham quien había tematizado dos abusos posibles de la libertad de imprenta contra las acciones de los gobernantes y los representantes del pueblo: de un lado, las injurias; del otro, impedir que incitara a la rebelión contra las leyes o las autoridades. A los efectos de intervenir sobre ese delicado equilibrio, garantizar la libertad de expresión y evitar la censura, los letrados rioplatenses previeron la formación de una Junta Protectora con el fin de sortear arbitrariedades sin ponerla en riesgo. Una iniciativa que algunos publicistas valoraron como artefacto legal virtuoso porque combinaba una dosis adecuada del liberalismo con la moderación sin declinar la idea o concepción que la entendía como derecho natural de la humanidad y de su restitución a los pueblos americanos para que dieran a conocer sus “luces”, formar la opinión pública y consolidar la unidad de sentimientos en torno a un pasado y presente común, y un horizonte futuro a compartir.
Las constituciones que se ensayaron de allí en más no dejaron de incluir la libertad de expresión ni tampoco las cartas provinciales la pasaron por alto. La primera constitución de Mendoza (1854) la hizo suya al consignar el derecho a publicar “ideas sin censura previa”. Mayor precisión obtuvo el tratamiento de la libertad de expresión y sus eventuales delitos o contravenciones en las constituciones mendocinas de 1895 y 1916. En ese lapso, la vida política había adquirido un voltaje discursivo de enorme calibre a raíz de la multiplicación de agrupaciones partidarias y la escisión del partido de gobierno que había puesto término al oficialismo-elector que había controlado la sucesión de gobernadores desde fines del siglo XIX. Pero en 1918 cuando la población mendocina había crecido de manera exponencial a raíz de la inmigración europea, y los radicales de Lencinas habían vuelto al ruedo después de la frustrada revolución de 1905 multiplicando comités y fortaleciendo sus cuadros dirigentes con personajes de las elites nativas e inmigrantes, la prensa partidaria reverenció a Yrigoyen y criticó a los hombres del “régimen”, y al dos veces gobernador Emilio Civit permitiéndoles alzarse con el triunfo electoral. En aquel tiempo, la disputa por la opinión más de una vez terminó en los tribunales: en 1908 el director de Los Andes pasó días en la comisaría por haber proferido injurias al gobierno civitista, y en 1918 varios redactores de La Tarde fueron deportados a San Luis por los lencinistas. Uno y otro hacen suponer, entonces, que el pasaje del “gobierno de notables” a la era democrática dejó irresuelto la forma de tramitar la conversación pública entre gobierno y oposición.
* La autora es historiadora del CONICET.