El populismo como ideología y su destino

Conviene recalcar del populismo su tendencia a expresarse a través de un liderazgo carismático y la de exacerbar una visión maniquea del mundo y de las relaciones sociales, que suele representar como un campo de batalla entre el bien y el mal, entre los amigos y los enemigos, sin compromiso alguno posible.

Lo primero que debe encararse al abordar este tema es la elaboración del concepto mismo de populismo, que se resume en varias características principales: la primera de ellas es que se trata indudablemente de una ideología; es decir, de un conjunto de ideas prácticas, construidas sin mayor referencia a la realidad, que proponen una solución total y definitiva de los problemas centrales de la vida humana, principalmente la política y social, de carácter maniqueo o conflictivo, simplista y presuntamente emancipador. Evidentemente, en el caso del populismo se trata de una ideología tosca, elemental y no sistematizada, sin una estructura filosófica definida, como sería el caso del marxismo, pero que reúne - aunque de modo difuso - las notas propias de las ideologías. Y dentro de este concepto, se trata de una ideología de carácter colectivista o socialista, centrada en una idea de “pueblo” considerado éste como una realidad de índole única y homogénea, en la que radica exclusivamente toda la virtud o el bien social. El populismo desemboca entonces en una idea de comunidad orgánica o sustantiva, que fortalece las relaciones de pertenencia y los requerimientos de identidad colectiva de los sujetos individuales; en rigor, estos sujetos no existen en cuanto tales, sino que desaparecen integrados en el pueblo, que es el verdadero sujeto político (Zanatta, L., El populismo, Buenos Aires, Katz, 2014).

Por otra parte, como este “pueblo” del populismo es el único depositario del valor y del bien, los que se oponen al movimiento populista habrán de pertenecer al partido del mal y de la infamia, en una suerte de oposición maniquea, que divide al mundo en amigos totales y enemigos absolutos. En este punto, conviene recalcar del populismo su tendencia a expresarse a través de un liderazgo carismático y la de exacerbar una visión maniquea del mundo y de las relaciones sociales, que suele representar como un campo de batalla entre el bien y el mal, entre los amigos y los enemigos, sin compromiso alguno posible (Véase: Schmitt, C., El concepto de lo político, Alianza, Madrid, 2018). Este caudillismo, en el cual un líder magnánimo conduce a su pueblo a la redención de su cautividad en manos de enemigos externos (el imperialismo yanqui, la plutocracia internacional, un país vecino, etc.) o internos (los oligarcas, los “vendepatria”, algún grupo étnico o cultural, etc.), se concreta, en mayor o menor medida, en un régimen predominantemente autoritario. Este régimen es encabezado por un líder que representa directamente al pueblo y mantiene con él una relación sin mediaciones institucionales o partidarias, generalmente de corte clientelista y de lealtad personal. Por eso el populismo tiende a concretarse en “movimientos” más que en “partidos”, que tienen siempre una connotación parcialista o sectaria y no pueden por ello representar a la totalidad del pueblo. En rigor, para l populismo, “pueblo” no son la totalidad de los habitantes sino solo los seguidores del caudillo y que comparten su ideología.

Esto último conduce a una actitud inevitablemente anti-republicana, es decir, anti-constitucional y enemiga del estado de derecho y de todos sus elementos integrales: división de poderes, independencia judicial, transparencia de la administración, limitación de la actividad gobernativa por el derecho, libertad de opinión, etc. En otras palabras, se opone a todos los mecanismos ideados por la tradición central de occidente para limitar el poder de los gobiernos y garantizar las libertades y derechos de los ciudadanos. Es por ello que este populismo es una forma de primitivismo político, de factura cuasi-tribal, pre-moderna y contraria a todas las mediaciones institucionales que tienden a racionalizar y limitar las relaciones del poder político con los miembros de la comunidad. Y es por eso también que el populismo es tajantemente opuesto al pluralismo político y a sus corolarios: la libertad de prensa, la multiplicidad de partidos, la diversidad cultural de los habitantes y así sucesivamente.

De lo anterior se sigue claramente el radical rechazo del populismo en todas sus formas a los principios republicanos y del estado de derecho. Pero hay un elemento de la modernidad política que el populismo adopta y pretende monopolizar: la idea de la soberanía del pueblo. Efectivamente, para el populismo el pueblo es el soberano y el sujeto excluyente de la vida política, pero en esta versión se trata de un pueblo que está representado y encarnado sólo en el líder populista, sin mediaciones representativas jurídicas o partidarias, y con un carácter de infalibilidad inexorable e irrefutable, que se concretó hace 100 años en el famoso lema de los fascistas: “Mussolini siempre tiene razón” (Véase, en este punto: Laclau, E., La razón populista, Buenos Aires, FCE, 2011).

El problema de todo esto es que, como sostiene Loris Zanatta en el libro citado, “el primitivismo político de los populismos - reflejo de sus características autoritarias - está destinado con el tiempo a desembocar en contradicciones insostenibles; […] su idea de pueblo como comunidad homogénea, en cuyo seno el individuo se funde en el conjunto que lo trasciende, es por un lado una fuente inagotable de popularidad, dada la necesidad de la comunidad de una respuesta [sencilla] cuando la modernización en sus mil formas la pone en peligro; pero por otro lado [el populismo] está siempre en contraste evidente con la fisiológica pluralidad de la sociedades modernas”.

Por esto, el populismo no sólo combate la pluralidad (el “pluralismo”) de las sociedades actuales, sino que resulta radicalmente inadecuado para gobernar un estado altamente complejo como el actual, que exige instituciones fuertes, estables y neutrales, clases dirigentes autónomas y competentes, además de eficacia y racionalidad, sin las cuales la sociedad se debilita y sucumbe. Además, en el ámbito económico, la negación del mercado, la búsqueda de una autarquía completa, el distribuicionismo exacerbado que anula la inversión y la pretensión vana de que una economía autoritaria pueda resultar productiva, conducen necesariamente al estancamiento, primero, a la crisis económica, después, y finalmente al derrumbe productivo, con el subsiguiente traslado de la disgregación económica al ámbito político y cultural.

Y de este modo, terminan su aventura los populismos, luego de atrasar en décadas a la comunidad, cercenar las libertades y los derechos civiles, arruinar la cultura y desmantelar las instituciones del sistema constitucional. Estos experimentos tienen lugar siempre que la cultura política de una comunidad se ha debilitado y que las estructuras sociales no son capaces de absorber los desafíos de la modernización tecnológica. Entonces algunas sociedades recurren a la política del avestruz, encarnada en el populismo, niegan la realidad (la sustituyen por un “relato”) y buscan la seguridad engañosa de un pueblo mítico: unitario, homogéneo y virtuoso, que va a salvar a los hombres de la responsabilidad de pensar, trabajar, esforzarse y relacionarse de un modo racional y libre.

Una vez más, el recurso a los principios republicanos aparece como la alternativa radical frente a los populismos; en efecto, la ordenación de la vida política al bien común, excluye el parcialismo maniqueo de los populistas, que consideran que el “pueblo” es el conjunto de los partidarios del régimen, del que quedan excluidos - en calidad de “enemigos” - todos los ciudadanos que no se sometan a sus exigencias. Por ello, el bien que busca un gobierno populista no es un bien propiamente común, es decir, del que todos participan, sino sólo el que conviene - según la voluntad del líder - al sector de los habitantes que conforman el “pueblo” populista, construido por un relato que no le debe nada a la experiencia.

Además, conviene reiterarlo, el populismo se opone diametralmente a la idea de un gobierno del derecho (Véase: Passerin d’Entrèves, A., La notion de l’État, Paris, Sirey, 1969), es decir, a la pretensión de que toda autoridad ha de ser limitada por la ley, que es un producto de la razón práctica y el instrumento propio para la dirección de la conducta de seres personales dotados de una especial dignidad. Esta idea supone que las normas jurídicas han de cumplir ciertos requisitos constitutivos: ser prospectivas, generales, comprensibles, estables, posibles de cumplir, públicas, no contradictorias, aplicadas según su tenor, y respetadas por la misma autoridad que las sanciona (Véase: Fuller, L., The Morality of Law, New Haven & London, Yale University Press, 1969, p. 39). Para el populismo, por el contrario, las directivas de la autoridad aparecen como el resultado de la mera voluntad del líder presuntamente esclarecido, y son un instrumento flexible y manipulable entre sus manos. Y se aplicarán según las directivas del mismo líder, sin importar demasiado que resulten estables, coherentes o comprensibles; es por esto, ya se lo ha mencionado, que los populismos son todos mayoritaristas, y consideran que el rule of law es un límite inadmisible a la voluntad popular manifestada por el caudillo.

Pero también, y finalmente, el populismo se contrapone a la libertad de los ciudadanos, no dejándoles ámbitos de actividad propia para constituir su vida personal de modo responsable, y politizándolo todo (“todo es política”), hasta las cosas más nimias y elementales de la vida. Es por eso que los líderes populistas tienden a dar directivas gastronómicas, de exégesis histórica, de medicina, de química orgánica, de vida familiar y hasta sexual, en un intento por configurar integralmente la vida de sus súbditos, olvidando que las repúblicas no tienen súbditos, sino ciudadanos. Y de este modo, en razón de una ley prácticamente inexorable, los populismos terminan, contra cualquier pretensión de transparencia, constituyéndose en inmensos latrocinios, en sistemas de corrupción estructural, y envileciendo a los gobernados con prácticas delictuales y decadentes, invadiéndolo todo con una actitud de rebajamiento moral y conduciendo a las naciones en las que se instala a la pauperización económica y la miseria social. En definitiva, todo populismo termina mal y generalmente muy mal, para desgracia del pueblo que pretendía emanciparse a través de esta ideología.

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