El lado oculto de la digitalización

¿Qué efectos tendrá en los niños que crecieron desde los 2 o 3 años interactuando más con una pantalla que con la realidad física? Aún no lo sabemos.

Imagen ilustrativa / Archivo.
Imagen ilustrativa / Archivo.

Uno de los principales debates con final (aún) incierto tiene que ver con conocer cuál es el impacto de la digitalización en los hábitos y costumbres del ser humano. Si bien es claro que el paradigma actual trajo muchas cosas buenas que facilitan aspectos del día a día y optimizan procesos de las organizaciones, el contrapunto se define a partir de su lado oculto. Es que si bien a nivel del individuo y en el plano “visible” pareciera haber libertad y transparencia, la maquinaria digital esconde un sistema que controla, domina y hace del sujeto un producto a medida de intereses empresariales y también políticos. Ello se hace evidente en el hecho de cómo las grandes compañías utilizan y en muchos casos se abusan de nuestra información (ej. Caso Snowden; Facebook e invasión de la privacidad; y recomendaciones “molestas” de opciones de compras, etc.).

Veamos algunos ejemplos cotidianos:

Es cierto, el teléfono inteligente nos permite estar conectados en tiempo real con cualquiera alrededor del mundo, pero…

a. ¿Qué ocurre con la ansiedad frente a notificaciones infinitas y customizadas a gusto del consumidor? ¿Cómo se llega a un call to action con una eficiencia sin parangón sin un conocimiento previo del sujeto? Mientras el procesamiento de datos posibilita “desnudar” la psique de las personas y explotar al máximo sus deseos (en muchos casos inducidos), el cerebro humano ciertamente no evolucionó decenas de miles de años para ser un receptor sin fin de comunicaciones. Y, a decir verdad, tampoco la razón es lo que prima hoy.

b. ¿Qué tratamiento se le da a toda nuestra información y la de nuestra familia?

c. ¿Quién controla los derechos de los que aún no están en edad de tomar su propia decisión al respecto (ejemplo todas las fotos de los hijos pequeños en Instagram)?

d. ¿Qué ocurre con nuestras formas de trabajo, la cantidad de tiempo que trabajamos, y en especial, el equilibrio entre tiempo operativo (en el que producimos realmente) y el tiempo en que nos comunicamos? ¿Somos más o menos productivos que antes?

e. ¿Qué consecuencias tiene el abuso en los aspectos físicos en nuestros cuerpos? La depresión y malestares físicos ocasionados por la utilización constante de computadoras y teléfonos inteligentes.

f. ¿Quién estudió los efectos del uso sostenido de tecnologías como Bluetooth o el Wifi en seres humanos por 50 años? La respuesta es nadie, ya que aún no se cuenta con una muestra que cubra ese lapso de tiempo. Si bien no hay evidencia científica, si hay indicios. Estas tecnologías, o el mero uso de teléfonos inteligentes con la intensidad que se utilizan hoy en día podrían ser el próximo “cigarrillo”. ¿Quién pagará los daños realizados si eso sucediera? Seguramente no los fabricantes de teléfonos móviles, sino los usuarios.

g. ¿Cuál es el costo del distanciamiento generado, entre amigos y familiares, estando en la misma habitación, pero cada uno conectado a su pantalla en vez de entre ellos?

h. ¿Qué efectos tendrá en los niños que crecieron desde los 2 o 3 años interactuando más con una pantalla que con la realidad física? La respuesta es aún no lo sabemos, ya que son las primeras generaciones sometidas a este experimento.

Por un lado, ser lo más soberanos posible y conscientes de nuestras decisiones, parece una utopía bajo el actual paradigma que explota el inconsciente del ser humano para “desnudarlo”, empoderarlo, y desconectarlo de su verdadera esencia en comunidad. A su vez, ya sea por la dinámica generada, por la falta de conocimientos en pensamiento macro o estratégicos, o por no estar en comunión con el paradigma heredado de la revolución industrial, todo parece indicar que la mayoría de las personas no hacen estas preguntas, no están conscientes de las implicancias de segundo o tercer orden de sus decisiones, y menos, cuando muchas de estas simplemente suceden de una forma que ignoran. Somos rehenes de los datos: el caso “Snowden” es buen ejemplo, durante el cual se reveló que al menos hasta 2002 la NSA espío tráfico web y llamados telefónicos de todo Latinoamérica, o cuándo en 2014 el diario “The Guardian” y el canal de televisión “Channel 4 News” reportaron que Estados Unidos colectó y guardó más de 200 millones de mensajes de texto diarios alrededor del mundo. Las herramientas tecnológicas están, y ciertamente nos ayudan, pero los datos generados son objeto de espionaje constante - recordar que la “ausencia de evidencia no es lo mismo que evidencia de ausencia”, por lo que no saber hoy en día exactamente quién está accediendo a nuestros datos o cómo los manejan, no quiere decir que no esté sucediendo.

En paralelo, ser conscientes de ello implica ejercer un ejercicio reflexivo. La pregunta sería ¿cómo lograrlo cuando el paradigma digital explota el costado emocional de un ser humano cada vez más ensimismado, donde prevalece el Yo en detrimento del nosotros? La cultura de la satisfacción inmediata está alineada al ciento por ciento por la nueva cosmovisión. En ese sentido, surge el siguiente interrogante ¿Qué lugar de soberanía le queda a un individuo que paradójicamente se siente empoderado y con una libertad infinita? Resulta ilustrativo el pensamiento de Byung Chul Han, quien el Psicopolítica, dice que “la libertad se presenta como una forma de coacción y un mecanismo de poder inteligente: sutil, flexible e invisible. La dominación se oculta tras la libertad. No impone, seduce; no somete la libertad, la explota”.

A simple vista, el lado oculto de la digitalización, indescifrable y con una sonrisa, encuentra tierra fértil en un contexto donde el individuo se desentiende de su propósito dejando que las emociones lo dominen. Lo cuestionable es cuánto poder tiene hoy para “rebelarse” cuando las tecnologías, con su eficiencia panóptica y gracias a las huellas que típicamente dejamos online, nos conocen incluso más de lo que cada uno se conoce a sí mismo.

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