La decisión de nombrar “en comisión” a dos jueces de la Corte Suprema de Justicia a través de un decreto es una jugada errónea y lesiva, pero que no sorprende en el marco de la osadía generalizada con la que Javier Milei ejerce su gobierno. Se abre ahora la puerta a un serio conflicto de poderes tanto con el Legislativo (al desconocer las atribuciones del Senado), como con el Judicial (al imponer dos miembros sin el debido trámite constitucional).
Estamos ante una disputa tal vez oportuna para cambiar la agenda pública tras el escándalo del criptogate $LIBRA, pero innecesaria si la política hubiera superado los obstáculos propios de toda negociación parlamentaria para obtener los dos tercios que marca la ley. O, directamente, con otros postulantes.
Sin embargo, lo que no deja de asombrar es que ambos supremos designados (¿irregularmente?) hayan aceptado someterse a tal incomodidad. Como hombres del Derecho, uno de ellos incluso magistrado federal y el otro reconocido académico, no desconocen la implicancia institucional de su resolución, ni las consecuencias de prestarse para tal tensión de la Constitución, la división de poderes y el sistema republicano.
Lo de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla es de una temeridad personal y política que no se condice con el equilibrio, la mesura y la racionalidad de quienes deben impartir justicia. Mucho menos, desde el máximo tribunal de la Nación.
La audacia suele ser también el gran inhibidor de las convicciones y el más eficaz combustible para las ambiciones.