“Eiké”, de Chango Spasiuk: historia de una ida y una vuelta de un acordeón volante

El reciente disco el Spasiuk, “Eiké”, marca un interesante cruce entre sonidos y conceptos. Una aproximación filosófica a un material singular e inédito.

Spasiuk produjo este disco en plena pandemia. Fotos: Gentileza Ignacio Arnedo
Spasiuk produjo este disco en plena pandemia. Fotos: Gentileza Ignacio Arnedo

Curiosamente el disco de Chango Spasiuk con mayor diversidad de instrumentos, de sonidos y de procedencias, fue pensado y pergeñado por el músico misionero desde la intimidad de su casa, durante el encierro por pandemia. “Eiké”, el viaje musical más extenso de Spasiuk, fue realizado en su departamento de Buenos Aires. Curiosamente decimos, pero mejor sería decir natural o sencilla o espontáneamente. Ya en otras ocasiones Spasiuk nos ha enseñado -con singular belleza y sensibilidad- que aquello que parece más pequeño es, en realidad, un universo: el del cósmico corazón humano y su particular inserción en la vida. Pequeños universos. Microcosmos, le llamaban los griegos.

Spasiuk inicia, desde la dulcísima pieza “Canción de amor para Lucía”, un viaje que se abre y se cierra en su casa. Literal y simbólicamente. Acaso por aquello que afirmaba Chesterton en boca de uno de sus poetas lunáticos: no hay otro motivo para hacer un largo viaje que el de regresar a casa. El chamamé es el hogar de Spasiuk y siempre, después de salir a buscar con los sonidos de otras latitudes aquello inefable que el alma ansía, nos trae de regreso, y a gritos de sapucay nos da la bienvenida a ese espacio tan suyo. Espacio que es y no es el mismo, después del viaje. Y nos invita generosamente, ¡Eiké!, a reingresar a ese espacio interior tan suyo. Y tan nuestro, en la medida en que su mensaje musical nos dice de un modo misterioso -como una antigua ramita de olivo- que el mundo ha vuelto a ser algo bello y colorido. Y en la medida en que dicho mensaje habla también, entre sonidos antiguos y siempre nuevos, del anhelo común de nuestras almas.

Lo del sapucay es simbólico pero también literal. Entre las últimas canciones del disco nos encontramos con una pieza que parece tocada en un patio cualquiera de Corrientes o Misiones: “Puestero Lobizón”. Así como suena. Un chamamé entrañable y bien criollo, con esa identidad tan rica y profunda de lo criollo. Los gritos que lo acompañan son sin duda voces extáticas de hombres que hablan con el alma. No otra cosa es el sapucay. Escucharlo es como reencontrarse con la risa y la exclamación de un hijo al regresar a casa después de la jornada. Spasiuk no disimula, al interpretar este chamamé, su alegre y nostalgiosa gratitud para con su autor, don Luis Ángel Monzón, el llamado “Rey del Schotis”, mentor y maestro de nuestro músico misionero. Homenaje sincero que trae a nuestro tiempo presente, lo que el tiempo y el olvido (y la frenética y autofágica búsqueda de novedades que caracteriza a nuestra época) buscan expulsar de la realidad humana.

Spasiuk convocó a músicos de otras latitudes y otros folklores.
Spasiuk convocó a músicos de otras latitudes y otros folklores.

El nuevo disco de Spasiuk trae, como en procesión, cuantiosos tesoros. Participan de él diversidad de músicos que aportan un color y una textura únicas a las piezas interpretadas. Hablar de colores y de texturas refiriéndose a un sonido, captado en rigor por uno solo de nuestros sentidos, es esforzarse en caracterizar lo que un filósofo llamaría “riqueza óntica”. Hay en estas piezas mucho de eso de lo que los filósofos hablan crípticamente.

Los artistas invitados a casa son: Gustavo Santaolalla (Argentina), Carlos Nuñez (Galicia, España), Sixto Corbalán (Paraguay), Erik Truffaz (Francia), Per Einar Watle (Noruega), Steinar Raknes (Noruega), Boubacar Cissoko (Senegal, Africa), Jaques Morelenbaun (Brasil), Majid Bekkas (Marruecos). Las piezas interpretadas con instrumentos tan diversos como (respectivamente) el Ronroco, la Flauta, el Arpa Paraguayo, la Trompeta, la Guitarra, el Contrabajo, la Korá, el Violonchelo y el Laúd dan al conjunto del disco un atractivo incomparable y, como siempre en el caso de Spasiuk, un “mensaje musical” magnetizador y ascendente.

Detengámonos, para terminar, en la pieza enteramente inédita que este disco nos ofrece: la polca “Juana”. Nos la ofrece en dos versiones distintas y complementarias. La una, festiva; la otra, tierna y conmovedora. Despiertan por igual, risas y lágrimas, alegría y melancolía… “Lo placentero en esta vida está dispuesto sorprendentemente frente a lo que parece ser su contrario, lo doloroso (…) como si ambos estuvieran ligados a una sola cabeza”. Esta fue la enseñanza que Platón extrajo de sus últimas conversaciones con su maestro, Sócrates. Llamativamente, Sócrates se entrega hacia el final de su vida -imitando al ave cisne- a componer música. Siente y sueña que los dioses le ordenan: “¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!”. Y Platón cuenta, en boca de su condiscípulo, Fedón, que ante este Sócrates músico -sereno y esperanzado ante la perspectiva de su muerte- sus amigos se convocan en torno a él “a ratos riendo, a veces llorando”.

Chango Spasiuk plasma en este disco su viaje musical más asombroso y amplio.
Chango Spasiuk plasma en este disco su viaje musical más asombroso y amplio.

No es antojadizo que evoquemos la imagen de Sócrates al intentar balbucear lo que esta propuesta de Spasiuk nos ofrece, particularmente en la doble interpretación de la polca “Juana”. En efecto, saltamos de alegría y de ganas de vivir al escucharla. Pero de una “alegría que hace llorar”. Y Spasiuk, solo con el piano, termina de darnos ese registro. Termina de ofrecernos el tesoro escondido. Al escuchar a Spasiuk solo con su piano, consumamos, una vez más, el viaje. Nos hallamos frente a una interpretación llena de amor y de ternura, y, por lo mismo, llena de una nostalgia inexplicable que sin embargo nos completa. Spasiuk nos deja ver, por un instante, con los ojos de su corazón el rostro de la señorita Juana. Nos hace participar también del cosquilleo festivo en los pies que aparece cuando caemos en la cuenta del milagro de la vida de un hijo. Porque la señorita Juana es Spasiuk. La pieza es, de modo especial en la versión de piano solo, todo delicadeza y distinción, todo ternura y caricia, todo cortesía y asombro. Es, en fin, trato exquisito y celebración inocente.

Como Sócrates, Spasiuk sabe que algún día emigrará y por eso, como Sócrates, se sigue dedicando a componer mitos e historias con su acordeón. Celebremos este nuevo relato musical que nuestro músico misionero nos ofrece y saboreemos en nuestro corazón este nuevo viaje. Y roguemos al cielo que para él nunca deje sonar el mandato divino: “¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!”.

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