En la Mendoza de comienzos del siglo XIX, donde la historia aún se escribía al galope y la justicia se medía por el filo de una lanza, se alzó una figura que condensó lo mejor y lo peor del tiempo de caudillos. Félix Aldao, fraile devenido general, fue una de las personalidades más temidas de la provincia.
Su paso por la vida dejó un legado de ferocidad, contradicciones y una muerte que pareció una penitencia terrenal por sus propios excesos.
Había combatido junto a San Martín en las batallas de Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú, entregado al ideal libertador. Pero años más tarde, el fraile colgó el hábito y tomó el poder en Mendoza, gobernando con un estilo que combinaba populismo, autoritarismo y un atroz sentido del escarmiento.
La matanza de El Pilar y el reino del terror
Fue en la batalla de El Pilar, en 1829, donde su nombre quedó grabado a fuego en el imaginario del horror. Tras vencer a los unitarios, y al encontrar entre los cadáveres el cuerpo de su hermano, Aldao, ebrio y poseído por la ira, inició una matanza de prisioneros con sus propias manos. Mendoza se convirtió entonces en escenario del terror: hubo saqueos, violaciones y asesinatos. Un joven periodista, Salinas, fue ejecutado por sus ideas. Otro, desfigurado, apareció colgado frente al Cabildo, convertido en símbolo de advertencia. Durante días, los cuerpos mutilados permanecieron insepultos. El miedo paralizaba incluso el derecho al duelo.
Luces y sombras en la Mendoza gobernada por Aldao
Una vez en el poder, Aldao intentó impulsar el sur mendocino, distribuyendo semillas a los pobres y dando acogida a familias chilenas. Pero esta aparente vocación benéfica se desdibujaba frente a decisiones oscuras, como cuando se arrogó el derecho de identificar “dementes” entre sus enemigos políticos. Los unitarios catalogados como locos perdían sus bienes o eran encerrados. Todo bajo la lógica que alguna vez confesó al propio Facundo Quiroga: “Es preciso que tengamos el mayor número de enemigos para sacar contribuciones”.
Aunque se cuidaba de no enemistarse con la élite local —como lo demuestra su acercamiento a Tomás Godoy Cruz, otrora adversario—, Aldao supo congraciarse también con el pueblo, autorizando corridas de toros para celebrar el aniversario de la Revolución de Mayo.
Una muerte lenta, dolorosa y simbólica
En 1844, la muerte comenzó a cercarlo lentamente. Un grano en la frente se transformó en tumor. Las operaciones fueron tan dolorosas como inútiles. El propio Rosas envió a su cuñado, el doctor Miguel Rivera, a asistirlo. Los placeres mundanos, que aún no abandonaba, debilitaban su cuerpo. A veces deambulaba por la Alameda en busca de aire y alivio. En una ocasión, desesperado, intentó quitarse la vida. Su última compañera, doña Romana, evitó el suicidio, pero no el dolor: al cerrarle la puerta del ropero para impedirle tomar el arma, golpeó con violencia el tumor. El grito de Aldao retumbó por la casa.
Al final, se rindió también ante Dios. Nacido el 11 de octubre de 1785, pidió confesión antes de morir. El primer sacerdote que lo escuchó se descompuso por lo que oyó. Otro lo absolvió. Murió delirando, vestido con su antiguo hábito dominico, como si quisiera reconciliarse con ese joven fraile que alguna vez fue, antes de la guerra, el poder y la sangre.