Santiago de Liniers y Martín de Álzaga, dos figuras claves en la defensa de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas, terminaron enfrentando la muerte luego de la Revolución de Mayo. De héroes a traidores, sus destinos marcaron el violento tránsito entre la Patria Vieja y la Patria Nueva.
La ejecución de Liniers: la víctima de la Revolución de Mayo
Tras ser tomado prisionero por los hombres de Mayo, Santiago de Liniers, el héroe que había reconquistado Buenos Aires junto a sus milicias criollas, fue cruelmente ejecutado por orden de la Primera Junta. Su intento de sublevar el interior contra la Revolución, en defensa del orden virreinal, lo convirtió en un enemigo del nuevo régimen.
Domingo French interceptó al grupo que lo llevaba hacia Buenos Aires, cerca de Cabeza de Tigre, en Córdoba. En medio de una región boscosa y desolada, el cortejo fue desviado hacia un claro donde aguardaban Juan José Castelli, Juan José Paso, Manuel Alberti, Rodríguez Peña y un pelotón de fusilamiento. Era el 26 de agosto de 1810, y el reloj marcaba las dos y media de la tarde.
“Castelli mandó cumplir la orden de la Junta (…) los reos fueron puestos en línea, a cierta distancia uno del otro, al frente de la tropa formada. Después de vendarles los ojos, los piquetes de ejecución se adelantaron a cuatro pasos, teniendo cada cual su blanco humano. En el universal silencio de aquella soledad, se percibían algunos respiros angustiosos. Al levantarse la espada de Balcarce todos los fusiles se bajaron, apuntando al pecho: hubo dos terribles segundos de espera para asegurar el tiro, y luego, al grito de ¡fuego! Un solo trueno sacudió el bosque, y los cinco cuerpos rodaron por el suelo. Algunas aves huyeron de los árboles, y fue el único estremecimiento de la naturaleza impasible por la muerte de los que habían mandado provincias y conducido ejércitos. Fueron rematados individualmente los que se retorcían aún en horribles convulsiones, y se dice que a French, soldado de la Reconquista, le tocó descargar su pistola en la cabeza del Reconquistador”, escribió Paul Groussac décadas después.
Los cadáveres fueron arrojados a una zanja común, cumpliendo una orden seca y sin apelación de Castelli. Pero el sacerdote local, conmovido por el destino de aquellos hombres, los desenterró en secreto y les dio sepultura cristiana. Durante medio siglo quedaron olvidados, como borrados de la historia. Solo en 1862 sus restos fueron repatriados a España, donde Liniers y Juan Gutiérrez de la Concha, gobernador de Córdoba fusilado junto a él, descansan desde entonces en el Panteón de Marinos Ilustres en Cádiz. Allí se puede leer una conmovedora leyenda:
“Los últimos héroes de la Patria Vieja fueron las primeras víctimas de la Patria Nueva. Homenaje de la Marina de Guerra Argentina, agosto de 1960”.
Una frase que resume la tragedia de quienes, por lealtad a una causa vencida, pagaron con su vida.
Álzaga: el conjurado que quiso frenar la Revolución
Pero la sangre no dejó de correr. Apenas dos años más tarde, otro de los héroes de la que enfrentó a los británicos durante las Invasiones Inglesas, Martín de Álzaga, fue ejecutado bajo cargos de conspiración. Álzaga, comerciante vasco, ex alcalde del Cabildo y uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, había liderado la defensa de Buenos Aires junto a Liniers. Sin embargo, su fidelidad a la Corona española y su desconfianza hacia el rumbo revolucionario lo llevaron a planear un levantamiento. Su objetivo: tomar el Fuerte, derrocar al gobierno revolucionario e instaurar nuevamente el dominio español.
El plan fue descubierto a tiempo. Las confesiones de esclavos, la delación de familiares y la presión sobre religiosos lo terminaron de hundir. El 6 de junio de 1812, fue fusilado frente al Fuerte, con serenidad y sin vendas en los ojos, a los 56 años. Junto a él murieron Pedro Latorre y Francisco Lacarra, señalados como sus cómplices. El cuerpo de Álzaga fue exhibido durante tres días, una medida de advertencia brutal para desalentar cualquier nueva conjura.
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Tumba de Martín de Álzaga en la Recoleta. FOTO: Luciana Sabina
La lógica del terror revolucionario
En las semanas siguientes, el régimen radicalizó su política: más de treinta españoles fueron condenados a muerte y ejecutados sin mayor trámite. Entre ellos, fray José de las Ánimas, varios oficiales, comerciantes y antiguos funcionarios del virreinato. Además, se dictó una prohibición terminante: todo español que poseyera armas sería ahorcado.
La Revolución no perdonaba tibiezas ni nostalgias monárquicas.
Años después, ya envejecido, el propio Rodríguez Peña intentó justificar el terror revolucionario:
“¡Que fuimos crueles! ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creímos que había que salvarla. ¿Había otros medios? Así sería. Nosotros no los vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos (…) Arrójennos la culpa al rostro y gocen los resultados. Nosotros seremos los verdugos; sean ustedes los hombres libres.”
Palabras que aún hoy dividen las aguas de la historia, entre quienes ven en esos actos la salvación de la patria naciente y quienes no pueden dejar de verlos como una traición a la memoria de los que habían sido sus defensores.