En 1822, la muerte dejó de pertenecer a los altares y pasó a ocupar su lugar entre los mármoles de la historia. Ese año, Bernardino Rivadavia, decidido a borrar de un plumazo los rituales coloniales que anclaban a Buenos Aires en el pasado, inauguró el Cementerio de la Recoleta.
Pero lo que nació como una reforma sanitaria pronto se convirtió en un escenario donde se representarían dramas nacionales, exilios póstumos, venganzas políticas y delitos siniestros.
El macabro negocio de la muerte
Hasta entonces, los templos no eran sólo lugares de oración: también eran cementerios. Allí, los fieles dormían su último sueño entre los muros sagrados, vestidos con hábitos de monjes desgastados. Cuanto más cerca del altar, más alto el costo. Era un privilegio que no todos podían pagar, y por eso muchos cuerpos —especialmente los de niños pobres y esclavos— eran abandonados en las puertas de las iglesias, o incluso dejados a la intemperie.
Los muertos colgados del Cabildo
En una ciudad sin morgue ni registros, la muerte se gestionaba con crudeza. Los cadáveres anónimos se colgaban del balcón del Cabildo, esperando que alguien los reconociera. A sus pies, un recipiente pedía limosna para enterrarlos. Y cuando finalmente eran sepultados, lo hacían en tumbas tan superficiales que los restos salían a la superficie. El viajero británico George Love recordó en sus memorias el entierro de un compatriota, donde quedó expuesto el cadáver mutilado de un niño esclavo. El hedor de los cuerpos invadía las iglesias, y la misa se mezclaba con el olor de la descomposición.
El nacimiento del Cementerio de la Recoleta
Fue en este contexto que Rivadavia decidió cambiarlo todo. Expulsó a los monjes recoletos, ordenó construir un cementerio público y prohibió los entierros en iglesias. La élite porteña, indignada, trató de resistir la medida. Pero los sectores populares abrazaron con gratitud ese nuevo espacio para sus muertos, gratuito y decente. Así, el 18 de noviembre de 1822, Recoleta recibió sus dos primeros habitantes: un joven afrodescendiente liberto y una prostituta uruguaya.
Próceres que viajaron aún después de muertos
Desde entonces, el Cementerio fue el escenario de un desfile de cuerpos ilustres. Como el de Manuel Dorrego, fusilado en 1828 y recibido como mártir por un pueblo que lloraba su pérdida. Rosas, que ordenó su traslado a Buenos Aires desde Navarro, afirmó frente al féretro que “la mancha más negra de la historia argentina ha sido lavada con las lágrimas de un pueblo justo”.
Facundo Quiroga fue otro cuerpo errante. Asesinado en 1833, su cadáver fue trasladado de su tumba hasta que, en 2004, apareció oculto verticalmente detrás de un muro en la bóveda de su yerno. Allí estaba, con su cruz grabada: “Quiroga... muerto en febrero”. Hoy descansa donde siempre debió, bajo la mirada de una virgen con el rostro de su esposa.
Lavalle: salmuera, cuero y fuego en el alma
También llegó Juan Lavalle, traído desde Jujuy por soldados harapientos que, para evitar la descomposición, lo descarnaron con un cuchillo, lo lavaron en un río y lo envolvieron en cuero y salmuera. “Era hijo de médico y debí ser médico yo mismo, si no tuviera tanto fuego en el alma”, escribió el coronel Danel tras la cruel tarea. Repatriado por Mitre, hoy lo custodia un granadero de piedra.
lavalle.jpg
Luciana Sabina
Alberdi: un duelo post mortem con Mitre
José María Paz, Gerónimo Espejo, Juan Bautista Alberdi… todos pasaron por Recoleta, aunque sólo de visita. Alberdi, por ejemplo, tuvo que esperar la muerte de su enemigo Bartolomé Mitre para poder descansar en la tumba que le habían construido. El rencor sobrevivió a la vida.
Un cementerio con historia viva
La Recoleta es mucho más que un camposanto. Es un archivo de pasiones, traiciones y venganzas; una ciudad dentro de la ciudad donde los muertos aún tienen algo que decir. Esta fue apenas una entrada a sus secretos. Los nombres siguen esperando ser llamados. Porque en sus mármoles todavía vive la historia.