21 de junio de 2025 - 00:05

Las enfermedades de Manuel Belgrano: dolencias del prócer que nunca se rindió

Manuel Belgrano murió sin fuerzas, sin dinero y sin honores. Pero hasta su último suspiro, su cuerpo enfermo resistió por la patria.

Durante años fue el rostro de las batallas, la pluma de los ideales y el alma de una revolución. Pero debajo del uniforme, tras los discursos inflamados y los símbolos patrios, Manuel Belgrano fue, también, un cuerpo que se quebraba.

Una anatomía castigada, silenciosa y fiel que soportó sin pausa las dolencias de una época y las miserias de su patria. Lo imaginamos erguido, firme en su caballo, conduciendo tropas al combate. Y sin embargo, pocas horas antes de la victoria en Salta, Belgrano había escupido sangre. Había amanecido con un vómito violento que hizo temer a sus oficiales que dirigiría la batalla desde un carruaje, apenas sostenido por su tenacidad. Pero montó, recorrió el frente y triunfó. No por milagro, sino por esa clase de convicción que sólo tienen los que ya se han resignado a morir muchas veces.

El cuerpo roto del héroe: la agonía invisible de Manuel Belgrano

Las enfermedades de Belgrano no comenzaron con la guerra, sino con el desengaño. Apenas regresado de Europa y asumiendo como secretario del Consulado, descubrió con espanto que los designados por la corona española no estaban allí para mejorar el destino de los pueblos del virreinato, sino para hacer negocios a costa de ellos. Esa frustración lo enferma, lo apaga. Sufre abatimiento anímico, pide licencias, busca consuelo en la costa, en el campo, en el mar. Carga en el cuerpo una batalla que entonces parecía más pesada que cualquier campaña militar: la de luchar contra la mezquindad y la corrupción. Durante años arrastró dolencias que hoy tendrían diagnóstico y tratamiento, pero que entonces eran castigos sin nombre. Infecciones contraídas en su juventud en España lo obligaban a descansar por semanas; una afección ocular casi le impide continuar en el Consulado; fiebres recurrentes lo dejaban exhausto. Y sin embargo, seguía.

Una campaña marcada por el dolor y la historia

En las campañas del Norte, su salud se volvió una ruina. Los vómitos de sangre regresaban antes de cada batalla, agravados por el hambre, el frío y la presión insoportable del mando. En 1815, contrajo paludismo y durante más de un año el cuerpo le pidió rendirse. Pero el deber lo empujaba. Apenas podía hablar, escribir, montar. Seguía. Con el tiempo, sumó una dispepsia persistente, fruto de las condiciones de campaña y de una dieta miserable. La medicina era rudimentaria y sólo encontraba alivio en los cuidados atentos del doctor Joseph Redhead, que lo acompañó hasta el final. Para 1819, su cuerpo estaba vencido. Tenía los pulmones afectados, un muslo y una pierna casi inmóviles, debían ayudarlo a desmontar. Vivía en ranchos sin comodidades, bajo la lluvia, entre el barro, sin ejército, sin sueldo, sin reconocimiento. Aun así, cuando le ofrecieron atención médica en Córdoba, respondió: “Aquí hay una capilla donde se entierran los soldados y también se puede enterrar a un general”.

Olvido, enfermedad y la dignidad del final

Cuando llegó a Tucumán, enfermo, fue detenido. Un capitán intentó ponerle grillos. Sólo la intervención de su médico evitó ese acto infame. Nadie del poder central lo ayudó. Los gobernadores le cerraron las puertas. Caminó hacia su muerte abandonado por el país al que había entregado su vida. Murió pobre, en silencio, el 20 de junio de 1820. Fue velado con hábito dominico y enterrado en el atrio de Santo Domingo. La autopsia reveló un cuerpo devastado: tumores, órganos colapsados, líquido acumulado, el corazón deformado por años de sobreesfuerzo. Lo único que le quedó para agradecer al médico que lo acompañó hasta el final fue su viejo reloj y un carruaje. “No tengo nada más para regalarle”, le dijo.

Aquel hombre al que hoy recordamos por su bandera, también fue un mártir de carne y hueso. Su grandeza no sólo estuvo en sus ideas o en sus triunfos, sino en su resistencia: la de un cuerpo agotado que no dejó nunca de sostener los sueños de una patria que aún no aprendió a honrarlo como merece.

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