«Manuel Belgrano era hijo de un rico comerciante», me enseñaron en la primaria, y lo acepté sin cuestionamientos.
Manuel Belgrano se hizo revolucionario, porque comprendió que el sistema colonial estaba corrupto y era retrógrado. La Revolución era el camino del progreso. Lo entendió antes y mejor que nadie. Abogado, político, periodista, militar por necesidad de su patria y muy brillante, al contrario de lo que suele decirse, pionero en una actividad que no existía como profesión, es decir sociólogo, pero fundamentalmente un patriota.
«Manuel Belgrano era hijo de un rico comerciante», me enseñaron en la primaria, y lo acepté sin cuestionamientos.
Muchos años tardé en preguntarme cómo podía haber tantos «ricos comerciantes» en esa aldea de 40.000 habitantes olvidada en el fin del Mundo, aislada de todo, capital de un país que no pasaba de ser un enorme desierto muy poco poblado.
Todos egresaban del Colegio San Carlos y algunos, como Belgrano, continuaban sus estudios en Europa.
El secreto está en una palabra que ninguna de mis maestras se atrevió nunca a pronunciar, «contrabando».
Barcos portugueses violaban descaradamente el Tratado de Tordecillas y desembarcaban en la Banda Oriental del Uruguay (estaba todavía lejos de transformarse en república), en un asentamiento llamado «Colonia do Sacramento» que ellos mismos habían fundado en 1680, a salvo de los ojos curiosos de las autoridades coloniales de Montevideo.
Descargaban allí toda clase de mercancía asiática, pues controlaban la ruta al Océano Índico abierta mucho antes por Vasco da Gama, y manufacturas inglesas ya que Portugal y Gran Bretaña mantienen hasta hoy el tratado bilateral vigente más antiguo que existe, es del siglo XIV.
Esos bienes cruzaban el Río de la Plata por la misma ruta que hoy utiliza el Ferry Buenos Aires-Colonia y una vez en manos de los «ricos comerciantes» de Buenos Aires hacían el «Camino del Tucumán» hasta la única ciudad sudamericana rica e importante de la época, Lima, que tenía en esos años dos millones de habitantes.
Muchos de esos comerciantes eran portugueses, como don José Antonio do Rego da Silva, padre de Manuel Dorrego quien, como muchos otros, castellanizó su apellido (Hernández a Fernández, Magalhaes a Magallanes, etc).
Por la misma ruta salían el oro, la plata y los diamantes que enriquecían a todos los actores de esa cadena clandestina.
La Aduana de Buenos Aires quedaba al margen pero obviamente no sus funcionarios quienes recibían una dádiva de la cadena de corrupción que llegaba, posiblemente, hasta el virrey.
En ese contexto, el joven Manuel regresaba a Buenos Aires.
En sus memorias se declara ilusionado con su cargo de «Secretario Perpetuo del Consulado de Comercio de Buenos Aires» y preocupado por su responsabilidad.
Se escandaliza en el viaje al oír a otros funcionarios jóvenes, criollos como él, hablar solamente de los negocios y las ganancias que sus cargos les iban a facilitar.
Por eso se hizo revolucionario, porque comprendió que el sistema colonial estaba corrupto y era retrógrado.
La Revolución era el camino del progreso. Lo entendió antes y mejor que nadie.
Bartolomé Mitre escribió una historia interesada, tendenciosa y todo lo que los revisionistas le criticaron creo que es todo verdad o gran parte.
Pero como historiador, como estudioso, investigador y analista científico de la historia fue un monstruo. Hay que mascar y rumiar bastante para discutir a Mitre.
No por nada su primer libro se llama «Historia de Belgrano y de la Emancipación Americana».
Muchos criticaron ese título por relacionar todo el proceso histórico a un solo hombre, pero él lo explica muy claramente en ese interminable prólogo (son unas 80 páginas), el título se fundamenta en la grandeza de la figura de Belgrano, artífice principalísimo, ideólogo y sustento moral de toda la gesta.
Fue el primero en idear un modelo de país, incluso antes que Mariano Moreno o tal vez al mismo tiempo, pero él lo tenía mucho más claro.
Me pidieron hace mucho que definiera brevemente la figura histórica de Manuel Belgrano, lo hice en cuatro palabras: Manuel Belgrano era El que tenía razón.
Así le fue frente a sus contemporáneos, lamentablemente. La lucha de su vida lo consumió, la incomprensión o, peor, el cinismo de los políticos lo frustró hondamente, pero nada lo detuvo, se mantuvo en la lucha.
Lo sacaron prácticamente agonizante del campo de batalla para ir a morir en la empobrecida residencia de su infancia que ya ni siquiera existe, fue demolida en la década de 1930.
La Municipalidad de Buenos Aires instaló una placa en la fachada y renombró la calle como Avenida Belgrano.
Abogado, político, periodista, militar por necesidad de su patria y muy brillante, al contrario de lo que suele decirse, pionero en una actividad que no existía como profesión, es decir sociólogo, pero fundamentalmente un patriota.
Lo recordamos el día de su fallecimiento por un hecho que él mismo ni siquiera menciona en sus memorias, la creación de la Bandera Nacional Argentina.
Por modestia, seguramente, pues no creo que ignorara su trascendencia.
Ojalá algún día su ejemplo cunda realmente en la sociedad para que se transforme en la que él soñó.
La de una Patria Grande y no aquella del contexto en que murió, debutando su más negro periodo histórico, el de La Anarquía, y que lo dejó morir con la frase más triste que recuerde nuestra Historia Nacional: «¡Ay, Patria mía!»
* Escrito en Sherbrooke, Provincia de Quebec, Canadá, 20 de junio de 2025, 11:30 hs.
* El autor es un ingeniero mendocino radicado en Canadá.