—¿Qué expectativas tenés tras haber ganado este premio?
—Detrás de cada premio hay siempre caminos. Caminos para mí, para la obra en cuestión, para los lectores, para el estado y su gestión cultural, para los medios de comunicación. Y cada una de estas puertas que se abren generan en mí esperanza. En lo personal, cada vez que mi obra artística halla su otro lado, en este caso lectores, suele tener buena aceptación. Y sin embargo y a la vez, es una obra que busca incomodar. En cuanto al Premio, sin duda este es un certamen de renombre y mi esperanza radica en que este tipo de propuestas se sostengan en el tiempo.
—Tu nombre aparece por primera vez en el listado de ganadores de este premio, pero, ¿cómo ha sido tu recorrido en la escritura y las publicaciones hasta entonces?
—Allá por el 2008 gané el premio Ciudad de Mendoza de Cuentos, una cosa muy bonita porque en el jurado, además de Norma Hidobro y Marta Castellino, estaba mi amadísima Liliana Bodoc. Fue ella la que me propulsó a creer en el poder de la palabra. He tenido la buena fortuna de obtener varios premios literarios, como el Blas de Otero de Madrid, o el Voces con Vida de la Ciudad de México. Lo curioso del asunto es que mi obra se vio durante muchos años desparramada por varios lares y aquí en mi provincia, era o soy un entero desconocido. En 2014 el Fondo Provincial de la Cultura financió la edición de Tiempos rotos. Escribo literatura desde muy chico. Mi formación académica, sin embargo, fue a los ponchazos. Por eso, aunque me he desempeñado como profesor de Lengua y Literatura en espacios formales, me siento más agradecido que con ninguna institución, con algunos generosos maestros que me hicieron amar esto de la palabra. Voy a nombrar aquí a Estela Saint André y a Carmen Toriano, dos profes de fierro, que me marcaron a fuego.
—Detrás de todo escritor tiene que haber un lector. ¿Cuáles han sido, en tu caso, las lecturas fundamentales para tu escritura?
—Tengo muy arraigada la idea de leer a los contemporáneos. Sin embargo, hay lecturas de consagrados que son ineludibles. Liliana Bodoc, es sin duda para mí una maestra entre maestros. El Gabo es otro tipo que uno simplemente no puede no leer. Del palo de los cuentos me gustan mucho: Dalmiro Sáez, Alejo Carpentier, el Negro Dolina, Draghi Lucero. La literatura italiana es para pasarle un pancito, de allí me encantan Ítalo Calvino y toda la literatura de posguerra. También los poetas son fuente inagotable de inspiración (o choreo, como “usté” prefiera decirle) pero es tan larga la lista que voy a omitirla para no quedar en deuda con “naides”.
—¿Qué otras artes y artistas juegan el papel de alimento de tu escritura?
—Dice en la contratapa de mi otro cuentario que soy “un artista de facetas diversas”. Lo dice porque he dibujado para la Universidad de Filosofía de San Juan. Y porque hago títeres para niños, y toco algunos instrumentos, y tenemos en mi familia un pequeño teatro en Luzuriaga. Así que sí, mi literatura abreva en casi todas las artes y son muchos, variados y muy buenos los artistas que le dan de comer a mis textos. En La memoria de los huesos, en un cuento titulado Blue Note, lo nombro a Roque Crescitelli, un trompetista de jazz muy grosso. Ayer, un cineasta re grosso que tenemos en la provincia presenta en la Nave su primer largometraje: Buscando al Hombre Paloma, donde figura una entrevista que me hizo a propósito de mi faceta musical. Esta actividad callejera, a la que dedico gran parte de mi tiempo, me pone en contacto con la mismísima peliaguda realidad acerca de la que me gusta escribir.
—La categoría cuento en el Vendimia ha sido algo irregular, al menos si se tiene en cuenta las veces que ha sido declarado desierto. ¿Te interesan los autores que escriben cuentos en Mendoza?
—Escribir cuentos en Mendoza es difícil. Es más fácil ganar el pan con este oficio en otros países. O por lo menos ese fue mi caso y el de algunos cuentistas muy buenos que tenemos entre nosotros. Me gustan mucho Fernando Timoner, Pablo Doti, Verónica Góngora, El “Pela” Manfredi… Tengo un lugar privilegiado en mi biblioteca para autores que conozco: Francisco Javier Vega, Sergio Taglia, Juan López, Teny Alós, que son por estos días mis autores mendocinos preferidos, en mi opinión a la altura de Armando Tejada Gomez o Antonio Di Benedetto. Disfruto mucho también unas poetisas de la provincia que sigo en las redes: Giuliana Fernández y Rosario Castillo.
—¿Estás trabajando en otra obra o material con vistas a la publicación?
—Tengo escritos un par de libros que están ahí en la “gatera”, esperando el papel. Ojalá lea la nota algún editor y se cope a chusmear. Uno es de prosa poética y dibujos. Se titula: Un montón de montoncitos de palabras de colores particulares sobre fondo bisiesto. Además, otro prosario: La nada en las manos y alguna que otra cosa suelta, poemas, ensayos, cositas... Hace muchos años que vengo en paralelo con todo esto trabajando una novela ambiciosa. Quiera la suerte y los lectores darle alas a todo esto.
Premio Vendimia 2025
Los ganadores del Certamen Literario Vendimia 2025: Pablo Enrique García, Pablo Longo, Natalia Greta Martínez, María Gabriela Mezzabotta e Ignacio de la Rosa.
La memoria de los huesos: un cuento de Pablo García
“El niño que no sea abrazado por su tribu Cuando crezca prenderá fuego al pueblo para sentir su calor” (Dicho popular) “El niño que no sea abrazado por su tribu Cuando crezca prenderá fuego al pueblo para sentir su calor” (Dicho popular)
Cuando El Patrón: Emilio Eloi Martínez llegó a instalarse en El Verdor, nadie lo reconoció. Lejos estaba de parecerse Don Emilio a Huesito, el hijo de la idiota del pueblo, que partió siendo un niño, para no volver jamás, hace ya quizá más de cuarenta años.
Corría el peso ley, cuando a escasos kilómetros de la villa, comenzó la construcción del dique que tomó del pueblo su nombre y su gente. Había sido El Verdor hasta entonces un pueblo manso, soñoliento, de siestas frescas y libreta de fiado en los almacenes. Pero la construcción de aquella mole de piedra demandó más de mil brazos fuertes y eso era mucho más de lo que los campos de por aquí podían distraer de su propia labranza. Cientos de camiones llegaron, de vaya a saber dónde, cargados con conteiner, que ubicaron en interminables hileras para que vivieran allí los hombres de distintas latitudes que llegaron también a granel por aquellos años y aquellos caminos. Además llegaron entonces, hombres sin oficio y mujeres de vida alegre, para saciar la sed profana de tanto macho sólo, lejos de cualquier tibieza que no fuera la del sol que rajaba las espaldas dobladas en las inagotables jornadas de trabajo. Y arribó también cierta maldad o picardía que los hombres de aquí no conocían, pero que se mostraron deseosos de conocer en las concurridas timbas y borracheras que se armaban entre el obraje el día de cobro.
Fue por aquellos años también, que la Eleonora empezó a engordarse, sin más motivo aparente que el de las uvas, que pellizcaba de los racimos entre las hileras, donde pasaba los días jugando con otros niños veinte años menores que ella. Pero la panza pasó de empacho a sala de partos antes de que apenas El viejo Pascual, su padre, pudiera siquiera esconder la vergüenza. Así Emilio llegó a este mundo sin padre que lo recibiera, ni madre que pudiera nombrarlo, o cuidarlo, o sostenerlo siquiera. Su nombre lo eligió una enfermera aunque nadie nunca lo llamó así, porque ni bien aprendió a caminar se crio solo, dando vueltas en el pueblo, donde por su aspecto esmirriado todos lo llamaron Huesito.
—¡Por suerte El Huesito no heredó lo de la madre!— decía alguna vecina chismosa, enredada en la pena. A lo que otra le contestaba. —No sé si no hubiera sido mejor tonto que avispado como el diablo que es, mire…—. Y lo decían porque puteaba hasta por los codos, y porque sabía tirar pedradas y no había foco que durase, ni ropa tendida que estuviera segura. Pronto su fama de mal-llevao excedió a sus travesuras, porque cuando uno no tiene quién dé la cara en su nombre, las culpas llueven sin tregua. De a poco los del pueblo se acostumbraron a señalarlo y las madres les prohibían a sus hijos juntarse con él. Así el Huesito se hizo cara frecuente entre las mesas de las cantinas del obraje, donde a veces algún borracho le dejaba caer un coscorrón culpándolo de una mala mano en los naipes o por los “huesos culeros”, como llamaban a los dados empeñados en contrariar. En esas ocasiones El Huesito apretaba los puños hasta que los nudillos se le ponían blancos y los ojos rojos de ira y de ganas de llorar.
Cuando Don Emilio Martínez compró la estancia de los Páez, nadie recordaba casi al niño que robaba damascos ahí en la finca, en los tiempos cuando el padre del actual casero organizaba timbas en el galpón. Pero El Huesito recordaba bien a los niños que le negaban el saludo, cuando pasaban de la mano de sus madres.
Nadie reconoció a Don Emilio, ni siquiera cuando cambió el nombre de la estancia y le puso “Los Huesos” y mandó a tallar un cartel de madera para colgar arriba del portón. Sin embargo, a veces por las noches en la cantina del pueblo, algunos viejos mientras le sobaban el lomo a un mazo de naipes, recordaban las timbas de antaño y la mano más grande que nunca jamás nadie jugó. Incluso los hijos de esos hombres, entre ginebra y ginebra nombran a veces todavía, “La Noche del Gringo” como la noche más memorable que aquel pueblo pueda recordar. Hay siempre un dejo de envidia o de admiración a la suerte que cambió todas las suertes en un solo tiro. Y aunque nadie recuerda cuándo y cómo llegó al pueblo el Gringo Lonne, son muchos los que repiten las historias que cuentan del brillo de su facón y sobre todo de la risa, borracha y eufórica, con que El Gringo se despidió.
Pero Don Emilio Martínez recuerda muy bien la llegada de El Gringo, porque ni bien entró a la pulpería le acarició la cabeza, a él que nunca nadie le propinaba cariño. Y recuerda también el flamante auto al que El Gringo subió aquella noche después de perder a los naipes. Y perdió esa noche y la siguiente y la otra, pero aunque sólo se emborrachaba y perdía a manos llenas, nunca dejaba de pedir al cantinero —Un queso con dulce para el pibe y una botellita de refresco cada vez que el niño quisiera tomar.— Así el gringo y El Huesito se hicieron amigos. Don Emilio se enternece ahora al recordar, la congoja y la sorpresa que le causaba verlo perder. Congoja, porque aunque el bolsillo y la generosidad de aquél hombresote, parecían no tener fin, los lugareños se burlaban de él en su ausencia, después de verlo marchar, borracho y desplumao, rumbo a la quinta que había alquilado por mientras tuviera negocios por aquí. Pero también sorpresa, porque en la medida que El Gringo y El Huesito fueron ganando confianza, lo invitó a compartir tiempo en la estancia donde se hospedaba y el niño lo vio manejar el naipe con la destreza de un mago. No entendía entonces El Huesito, cómo alguien que sabía tantas cosas del juego podía perder y perder. Porque así era cada noche, El Gringo llegaba a la timba y se sentaba a la barra y no se paraba de ahí, hasta que no le veía el fondo a la botella. Y entonces los parroquianos lo invitaban a jugar y le quitaban como a un niño billete tras billete hasta que salía el sol.
Así fue durante meses, hasta que la fama de rico derrochón fue por todos conocida. Pero nadie, excepto El Huesito, había visto la destreza y constancia con la que aquel hombre barajaba cartas. Ni la meticulosidad con la que despegaba el celofán de los paquetes de naipes antes de rasparles el lomo con la punta de un alfiler, para después volverlos a sellar como si fueran nuevos y mandarlos en secreto junto a un billete envuelto, que el niño entregaba al cantinero para que a la noche fueran esos mazos los que se vendían para jugar. Ahora Don Emilio Martínez se pasea por la cocina de su estancia y siente una mezcla de emociones cuando se encuentra por sorpresa con la vieja cocina a leña donde hace quizás cuarenta años viera al Gringo derretir el plomo de las municiones de un cartucho de escopeta en una cuchara, para verterlos con sumo cuidado en los diminutos agujeros realizados en un dado que serían luego pintados otra vez de negro, aunque ahora los dados sumaban siempre siete, cada vez que alguien los quisiera tirar. El Huesito pensaba que tanto perder para alguien con tanto arte y virtud, sólo podía deberse a la infaltable ginebra, que noche a noche el Gringo se tomaba antes de que los parroquianos lo invitaran a jugar. Ahora, mientras Don Emilio se pasea altivo por su estancia y añora el tiempo compartido con Don Rómulo Lonne quien fue como el padre que no tuvo, abre el candado del galpón donde El Gringo le dio la mano y se lo llevó como a un hijo de aquel pueblo donde nadie lo quería. Adentro del galpón, le parece estar viviendo de nuevo aquella noche, en que todo ocurrió.
Corría el rumor en el pueblo de que aquel Gringo iba a comprar grandes extensiones de buenas tierras al Sur de El Verdor. Serían Tierras con agua, ahora que las obras del dique empezaban a progresar. —¡Siempre y cuando no pierda la plata apostando!— decía algún mal intencionado. Porque las voces que decían esto, lo decían siempre con codicia y se multiplicaban entre el obreraje igual que la fama del Gringo de mal jugador. La “Noche del Gringo” como se la llamó después. El Huesito, como muchas otras veces, formaba parte del plan.
Don Emilio sonríe recordando cómo en su inocencia de niño había decidido bajar la ginebra con agua para que aquella noche tan esperada las cosas no fueran otra vez mal para su protector.
Como si pudiera verse a sí mismo, apretado entre la montonera para colarse tras la barra y derramar en el suelo de ladrillo la mitad de la botella que El Gringo ya tenía reservada para brindar. Con los amigos: —¡por los amigos, por el futuro y por la suerte que hay que seguir si se la quiere alcanzar!— Después, El Huesito llenó con agua de la canilla lo que faltaba de alcohol y dejó donde mismo la botella esperanzado en que esta noche las cosas pudieran ir mejor. Afuera del Galpón se asaban tres terneras con cuero y los hornos de la casona no daban abasto con las empanadas y el chivo y el lechón. Todo a cuenta de El Gringo Lonne, que aunque era fecha de cobro, había insistido en pagar. Dicen los que recuerdan que había miles de almas ahí. Tres cuartas partes del pueblo y de la obra dicen otros, todos con su jornal.
El Huesito se angustió al ver que aunque había aguado la ginebra, la boca del Gringo se ponía otra vez pastosa como todas las noches, entonces apretó fuerte los puños y se quedó quietito al pie de la mesa de paño, donde más tarde los dados iban a rodar. Y las apuestas fueron subiendo, y subieron las voces, y el dinero se acumulaba ya en montones que El Gringo no paraba de perder. Entonces El Huesito, con la nariz casi afirmada en el paño verde, apretaba fuerte los puños hasta que los nudillos se le ponían blancos y los ojos rojos, porque todos gritaban y la codicia podía respirarse viciando el aire del lugar. Entonces El Gringo, en la cumbre de su falsa borrachera y su despilfarro lo confirmó. Iba a poner sobre la mesa las llaves del auto, pero no por lo que el auto valiera, sino como garantía de la fortuna que tenía guardada para comprar los campos que todos sabían que venía a comprar. Fue para todos garantía suficiente pensar que no tendría modo de irse del pueblo sin el auto y que de una manera u otra, si perdía, tendría que pagar. Sobre la mesa se amontonó una suma exuberante. Todo aquel en el pueblo que tuviera algo para apostar lo había puesto ahí. El Huesito apretaba los puños y mordía fuerte para no llorar.
—¡No toques los dados guacho, que me traes mala suerte!— dijo El Gringo Y El Huesito esperó con los puños apretados una jugada más. Entonces, antes de que todo fuera silencio y El Gringo lo sacara de la mano caminando hacia atrás, mostrando el facón para cuidar lo ganado, ahí en ese momento. Obedeciendo, o desobedeciendo la orden, según se lo quiera mirar. El Huesito tomó los dados de arriba de la mesa y los cambió por los dados cargados que había tenido toda la noche apretados en los puños. Los cambió y se los alcanzo a su protector para el tiro final.